El fallecimiento de Alberto Fujimori también ha suscitado un intenso debate sobre la identidad política construida en oposición a su figura. Sin embargo, mucho de la discusión sobre el antifujimorismo se realiza en torno de imágenes inexactas. Me concentro en tres de ellas.
La primera es la del “odio”, esgrimida institucionalmente por Fuerza Popular, en la que cualquier crítica a su agrupación y a quien gobernó el Perú entre 1990 y el 2000 es vista como irracional. Aunque el voto tiene también componentes emocionales, buena parte del rechazo al fujimorismo comprende los delitos y errores cometidos por varios integrantes de dicha corriente política –comenzando por su fundador– y el negacionismo prevaleciente sobre los mismos. Es el pretexto perfecto para no hacer autocríticas.
Una segunda ha sido esgrimida por Jaime de Althaus: el antifujimorismo provendría de sectores de izquierda contrarios a las reformas de mercado o favorables a la lucha armada. El antropólogo obvió que el propio Fujimori puso límites a dichos cambios económicos desde 1996, así como los errores sectoriales e institucionales cometidos por el régimen, puestos de manifiesto por Fernando Cáceres y Augusto Townsend en este Diario. Al mismo tiempo, también eludió que, de un lado –aunque duela–, las Fuerzas Armadas cometieron graves violaciones a los derechos humanos en el marco de la lucha antisubversiva y que, del otro, un importante sector de la izquierda adquirió, paulatinamente, un mayor compromiso con la democracia.
En tercer término, Carlos Meléndez alude a un “antifujimorismo social elitista”. Sobre la base de ‘focus groups’ (¿cuántos? ¿en qué sectores? ¿se puede hacer generalizaciones con dicha data?), alude a la existencia de un grupo de jóvenes que vería con desdén ético y educativo al votante fujimorista promedio, responsabilizando al material académico sobre la época, incluyendo dos libros de mi autoría. Omite mi colega que estos textos también intentan comprender las razones por las que persiste un voto duro o un recuerdo grato sobre nuestro último dictador, más allá de la indispensable condena a sus acciones. O que recogen versiones de parte de varios exfuncionarios del régimen, así como valiosos trabajos como el de Yusuke Murakami, con el que se puede discrepar o coincidir sobre bases argumentativas.
El problema es que estas tres visiones impiden ver al fujimorismo que su problema no se encuentra en la “pesada mochila” (Keiko dixit) de la década de 1990. Fuerza Popular ha contribuido al deterioro institucional de los últimos años, así como a la parálisis económica, sobre la base de proyectos legislativos populistas impulsados o votados por la bancada naranja, y al incremento de la inseguridad ciudadana con leyes que distan de la imagen de partido preocupado por dicho problema. Esta es una indudable contribución al desánimo nacional sobre la política, al que Keiko Fujimori, sin ser la única responsable, ha contribuido con creces. Y que nutre, precisamente, a identidades negativas a las que se caricaturiza, antes que comprender su complejidad.