Sería bueno para el país que la muerte de Alberto Fujimori lleve a aplacar el antifujimorismo, porque esa polarización ha sido muy destructiva. Quizás ayude a ello distinguir entre varios antifujimorismos.
Uno es el originado en el sector sindical de la izquierda marxista, empoderado desde los 70 en estructuras empresariales y estatales que fueron barridas por las reformas liberales. El Sutep, por ejemplo, desapareció como interlocutor durante nueve años luego de que se perdiera trágicamente el año escolar en 1991 a raíz de una huelga en la que ninguna de las partes cedió. La CGTP perdió poder, pero un poder que había sido artificial, tan artificial como la industria protegida, la estabilidad laboral absoluta, las empresas estatales deficitarias y el Estado hiperinflacionario. No obstante, se construyó el mito de que las reformas “neoliberales” habían precarizado el empleo, pese a que en los 90 se incrementaron los beneficios sociales de los trabajadores –los costos no salariales–, provocando informalización. La precarización fue la consecuencia paradójica de esa mayor protección. Pero eso ha llevado a que sea imposible avanzar en reformas formalizadoras y que, más bien, se demande cambiar la Constitución de 1993, porque la promulgó Fujimori.
Un segundo antifujimorismo es el que vino de partidos de izquierda marxista ambivalentes frente al senderismo, que consideraban que la vía de la lucha armada era correcta, pero no era el momento. Crearon una organización de derechos humanos llamada Aprodeh, vinculada al Partido Unificado Mariateguista (PUM) de Javier Diez Canseco, que denunciaba a militares.
Ese grupo estuvo en el origen de la demonización de Fujimori como violador de derechos humanos, que tuvo luego un desarrollo sistemático en organizaciones como el IDL. Convirtió las horrendas matanzas ocasionadas por el grupo Colina en el símbolo de la perversidad de la lucha antiterrorista de Fujimori, pese a que la estrategia antisubversiva del expresidente no se basó en exterminios masivos como en los 80, sino en lo contrario: en una alianza con las comunidades, en inteligencia policial para capturar –no desaparecer– a las cúpulas y en la conducción política presidencial en el campo. Una estrategia exitosa que el país no ha podido capitalizar. Más bien, fue condenado a pena excesiva sin que se probara autoría mediata, aunque sin duda encubrió.
Un tercer antifujimorismo se origina en el rechazo justo y natural de sectores democráticos y “progresistas” a los abusos autoritarios de Fujimori (y Vladimiro Montesinos), sobre todo en su última etapa, cuando suprimió controles democráticos sometiendo los poderes constitucionales y comprando la prensa para asegurar su segunda reelección. Debió ser procesado por esto y no por derechos humanos.
Pero la combinación de estos tres antifujimorismos impidió que Keiko Fujimori ganara en el 2016 cuando tenía 73 congresistas y hubiera podido hacer un gobierno de reformas, alimentó el populismo político de Martín Vizcarra que lo llevó a cerrar el Congreso inconstitucionalmente, y politizó la justicia encarcelando y destruyendo a líderes políticos sin motivo, lo que derivó en la insólita elección de Pedro Castillo. El Perú perdió futuro, capitales y jóvenes que se van, y quedó a merced de mafias de todo tipo.
Es hora de clausurar esta etapa para recuperar el país.