Carlos Meléndez

Hay una sociología detrás del albertismo y del keikismo que pasa inadvertida por el análisis, ocupado en seguir poniendo pesos en los extremos de la balanza de un país ya polarizado. Los seguidores del fujimorismo de se gestaron en el asistencialismo focalizado de medidas de ajuste sacrificadas. Los alumnos del fujimorismo de se construyeron en la búsqueda instintiva de una ideología propia y para un puñado de herederos de un carisma que, voluntaristamente, querían institucionalizar en una organización. Los albertistas son bukelistas que añoran un caudillo que ponga orden a una inseguridad pública que ha pasado de la amenaza del cochebomba a la de la extorsión. Los keikistas son mileístas criollos que entremezclan el libertarismo económico con el conservadurismo social, con tal de confrontar a los caviares del y de la Iberosfera. Las bases del albertismo provienen del comedor popular; las del keikismo, de la escuela naranja.

El último gesto de Alberto Fujimori –el primer líder antipartidario peruano– fue inscribirse en un partido, el que fundó su hija, (cuyo símbolo es la K de Keiko, de Kenya, de , también de Kyara y Kaori, ‘just in case’). Con ese gesto tardío se iniciaba la reconciliación entre dos mundos, que, como vemos, son más que dos facciones. Son dos formas de ser de derecha popular en estas tierras del sol. La desaparición del patriarca puede tener la función de galvanizar a la militancia fujimorista, pero dependerá de cómo operen los dirigentes de ambas generaciones. De otro modo, cada cual se quedará sin su media naranja. Si bien, por un lado, la cohesión interna es lo más probable, por otro, también lo es la sedimentación del externo. Keiko Fujimori tiene su propia mochila –justa o injustamente–, la que desde hace ya un tiempo es más pesada que la que heredó. Antes y después del fallecimiento de su padre, ella ha polarizado más que el propio Alberto.

Hacia una sociología del fujimorismo, por Carlos Meléndez (ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
Hacia una sociología del fujimorismo, por Carlos Meléndez (ilustración: Víctor Aguilar Rúa)

De hecho, el padre es percibido como más democrático que su hija. En una escala del 1 al 5, donde 1 es “claramente autoritario”, y 5, “claramente democrático”, el 22% de peruanos ubica a Keiko en el campo democrático (puestos 4 y 5); mientras que ese porcentaje es de 27% en el caso de Alberto. De hecho, la evaluación del gobierno de Alberto Fujimori es más matizada: un 48% considera que fue “un dictador responsable de violaciones a los ” y, a la vez, un 51% que fue “responsable de la recuperación económica del país” (Ipsos para 50+Uno, junio del 2024).

Fuerza Popular (FP) ha roto, ahora, en el 2024, los pronósticos de los intelectuales antifujimoristas que predecían (¿o anhelaban?) que el fujimorismo correría la misma suerte del sanchezcerrismo o del odriismo. Es decir, legados personalistas de autócratas que languidecieron con el irremediable paso del tiempo. El partido fujimorista, empero, se ha aferrado a la relevancia real y simbólica de la de 1993, la bandera de la recuperación económica y del retorno de la confianza de los inversionistas. Quizás, el legado menos refutable de los 90. Pero el hecho de que los fujimoristas y el establishment defiendan la actual no los hace aliados fundidos en la misma magna neoliberal. El fujimorismo no se origina en la cuna de la oligarquía limeña, pues proviene de la marginalidad de los gremios de la microempresa y del evangelismo cholo. Si bien, a lo largo de su historia incorporó a Tudelas y a Guerra-Garcías, su matriz social es más emergente. Sus protagonistas actuales, los Torres y los Chacón, incluso los Galarreta y los Juárez, forman parte de las clases medias consolidadas con el crecimiento económico ‘postshock’, pero no son habitúe del Club Nacional. Tanto enfrentamiento con los (máximos representantes de nuestra elite cultural) y tanto desprecio de la China Tudela y de sus lectores (“Martucha ag”) [sic], los distanció de los “dueños del Perú”. El capítulo económico los junta, pero no los revuelve.

Pero hay algo transversal, socialmente, con lo que el fujimorismo ha contribuido más allá de su feligresía (y de nuestras fronteras): el relativismo hacia el respeto a las instituciones democráticas y el acogimiento de sus valores. En primer lugar, no nos hagamos los republicanos: la democracia liberal no ha estado enraizada socialmente ni en el Perú ni en la mayoría de los países latinoamericanos. Por eso fue factible para el gobierno de Alberto Fujimori ser el primero en ensayar una justificación creíble para burlarla: la narrativa de la eficiencia de la figura presidencial para aliviar el malestar, tanto en la economía como en la seguridad. Así llegamos a “la democracia no se come” y sus variantes (“cojudeces democráticas”), que alientan a radicales de derecha y de izquierda a soslayar principios liberales como el Estado de derecho, el equilibrio de poderes, el respeto a los derechos humanos y el pluralismo. Ejecutivos sin mayoría parlamentaria, tienden a apostar por golpear al Legislativo antes que procurar acuerdos, pues la fórmula de “a mayor hostigamiento, mayor popularidad” funcionó tanto con Alberto Fujimori como con (casi dos décadas después). Este ‘trade-off’ es independiente de cualquier nivel de ingreso: “Con tal de que no me cierre mi mina o mi bodeguita, puede cerrar el Congreso no más. Adelante”.

Aunque los rivales del fujimorismo comparten este relativismo democrático, han sido más hábiles en ganarles la moral, literalmente. Más allá de la sanción penal, han buscado la moral, pero desde las jerarquías sociales de una sociedad discriminadora. No solo han procurado la estigmatización del fujimorismo en términos de “autoritario”, sino también de clases. El fujimorista de a pie basaría su identidad en el clientelismo de poca monta (“toma tu táper”). Con ello, contribuyen a la elitización de la defensa de la democracia, convirtiéndola en un símbolo de distinción cultural y clasista, lo cual está profundamente en las antípodas del espíritu de la democracia moderna. La reacción entre los afectados ha cultivado aún más resentimiento social y, paradójicamente, ha alimentado la resiliencia del fujimorismo. Como es evidente, la sociología del antifujimorismo es igualmente relevante, pero materia de una próxima reflexión.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Meléndez es PhD en Ciencia Política