Nuestro país resulta un caso muy atractivo para los politólogos interesados en el estudio de los riesgos que afrontan las democracias, lamentablemente para quienes los sufrimos. En la década de los años 60, fuimos ejemplo de los problemas de regímenes presidencialistas sin mayoría parlamentaria. En los 80, de los problemas de legitimidad por mal desempeño (crisis económica, lucha contra el terrorismo) y creciente polarización, que terminaron en una crisis que llevó al poder a un ‘outsider’ antipolítico. Inmediatamente, el problema de un presidente sin mayoría parlamentaria y con vocación autoritaria que, además, implementó un “autogolpe” de Estado. Luego, tuvimos un presidente legitimado electoralmente, que cumplía aparentemente con las formalidades democráticas, pero que acabó con el equilibrio de poderes y estableció un régimen autoritario.
En el nuevo siglo, fuimos ejemplo de la paradójica coexistencia entre un relativamente buen desempeño económico y un gran malestar ciudadano. Asimismo, hemos tenido una gran debilidad institucional, pero con la inesperada continuidad de las políticas neoliberales en medio de una región que tendió a girar hacia la izquierda. Posteriormente, fuimos víctimas de una dinámica de enfrentamiento entre las élites políticas expresado en pugnas entre Ejecutivo y Parlamento por el que terminamos con seis presidentes en cinco años. A diferencia de las pugnas de la década de los años 60, acá no estuvieron en juego diferentes proyectos políticos, sino ánimos revanchistas y cálculos cortoplacistas. Y recientemente llegamos a la ola de izquierda tardíamente, con un líder extremadamente débil que intentó una torpe salida autoritaria a sus múltiples problemas de gestión y escándalos de corrupción, por lo que terminó en prisión. Ahora, estrenamos un nuevo desafío: el de un Congreso autoritario.
¿Congreso autoritario? Parece un sinsentido. El Congreso es, o aspira a ser, la representación de la pluralidad del país. Y no podría afirmarse que el Congreso del 2021 haya sido fruto de la imposición de una fuerza hegemónica predominante, como en 1995. Más bien estuvimos ante lo contrario, ante la elección con el mayor nivel de fragmentación de nuestra historia reciente. Además, mientras Pedro Castillo estuvo en la presidencia, existió una confrontación aguda entre sectores radicales de derecha y de izquierda, que más bien parecía anunciar un problema serio de gobernabilidad, la imposibilidad de llegar a acuerdos, la parálisis de las decisiones.
Sin embargo, desde que asumió la presidencia Dina Boluarte ha empezado a hacerse más evidente algo que empezó a verse desde el Congreso elegido en el 2020: los partidos han perdido cada vez más su norte programático o ideológico, sus dirigencias han perdido casi el control de disciplinar a sus bancadas y, por ello, la representación se ha poblado de intereses individualistas y particularistas que además actúan de manera reactiva y revanchista. Partidos antiguos como Acción Popular están profundamente divididos y la conducta de sus integrantes es imprevisible. Algunos, como Fuerza Popular, se mantienen unidos, pero el sentido de sus votaciones es igualmente volátil. Otros se perciben como abiertos vehículos de intereses particulares. Así, se ha formado una inesperada y amplia mayoría, que une a izquierdas y derechas, en torno a valores conservadores y lógicas populistas, y también en torno a la defensa y ampliación de las prerrogativas parlamentarias. El problema es que esa mayoría no tiene empacho en romper el equilibrio de poderes, la autonomía de las instituciones, procesos de reforma institucional, avances como los registrados en la reforma de la educación o la lucha contra la corrupción.
El final de la legislatura 2022-2023 ha sido bastante elocuente: la inhabilitación de la fiscal Zoraida Ávalos y la modificación del Código Procesal Penal para afectar los procesos de colaboración eficaz, envían un claro mensaje de los congresistas (muchos de ellos investigados) a las autoridades judiciales: están dispuestos a sancionar políticamente a autoridades incómodas y a torpedear procesos anticorrupción. Está también la lógica populista expresada en iniciativas como el nombramiento automático de docentes contratados en la educación básica regular, tema de agenda del expresidente Castillo que este Congreso termina haciendo suyo. Seguiremos con el tema.