Llega el niño del colegio el lunes por la tarde y le pregunta a su madre qué hay para almorzar. Ella dice que “arroz con pollo” y el hijo brinca como si acabara de anotar un gol a estadio lleno y grita celebrando: “¡Arroz con pollo!” Al día siguiente, la noticia de que hay arroz con pollo desata nuevamente la euforia del menor. Aunque el miércoles ocurre algo similar, ya el jueves es obvio que el entusiasmo por el arroz con pollo ha decaído. El viernes, el plato es recibido con indiferencia, el sábado con desgano y el domingo con franca hostilidad.
Al volver del colegio el lunes siguiente, tan pronto como su madre abre la puerta, el niño pregunta qué hay de almuerzo. La mamá le susurra la respuesta al oído. Y el niño llena sus pulmones y salta jubiloso: “¡Arroz con pollo!”
Ahora que estamos por comenzar un nuevo año, ¿somos el niño del relato? Hemos pasado antes por aquí. Conocemos bien el circuito, sus curvas, sus pendientes, la efímera recta del final. Le hemos dado ya tantas vueltas que ni la incómoda sensación de que es el juego el que nos juega desconcierta como antes.
Y aquí vamos de nuevo. Vuelve la Tierra a acercarse al Sol, completando otra elipsis, y nosotros, elevando la copa, contando las doce uvas, ¿alrededor de qué orbitamos?
Está claro que acostumbramos interpretar la Navidad como un evento familiar de intercambio de regalos y estallido de cohetes más que como una festividad propiamente religiosa. No celebramos en verdad el nacimiento del Niño Dios. Pero tampoco escapamos del todo a la poderosa influencia simbólica del Niño. Aunque no miremos las cosas con ojos religiosos, sabemos lo que ocurre con nosotros al presenciar el asombro genuino de una niña al rasgar el papel de regalo.
Reconocemos esa sensación que hace tanto descontinuamos. La Navidad tal cual la practicamos desemboca en la involuntaria constatación de la muerte de nuestro niño. Y entonces, pedimos otra ración de pavo y aplaudimos el colorido florecer de los fuegos artificiales, que no tarda en desvanecerse.
Y así llegamos otra vez al fin del juego, al último episodio de nuestra enésima temporada. Pero a diferencia de la Navidad o de las Fiestas Patrias, esta festividad no sirve como pretexto para ninguna otra cosa. Solo puede ser lo que es: el final y el comienzo. Conocemos bien el circuito, sus curvas, sus pendientes, la efímera recta del final. Y aun así, ahí vamos. Quién sabe cómo venga la mano. O cómo la juguemos.
Regresando a la casa, de vuelta del colegio, quién sabe lo que pueda haber de almuerzo.