Después de llevar media hora sobre un camello, montado sobre una silla artesanal hecha de colchas gruesas dobladas en cuatro, no era la resistencia de las patas del animal ni lo voluminoso de sus caderas lo que más llamaba mi atención, sino el funcionamiento continuo de su sistema excretor. Tardé unos minutos más que el resto en darme cuenta de que esas miles de piedrecitas de similar tamaño y coloración que rodaban por el Sahara no eran precisamente guijarros pertenecientes a las tribus nómades, sino flamantes deposiciones camélidas. Se dice que, una vez solidificados los excrementos, algunas mujeres los recogen para quemarlos y hacer pan, pero de eso me enteraría luego (del desayuno).
Pasmosa me pareció, más bien, la lentitud del rumiante. No era que tuviese altas expectativas respecto de su rapidez, pero esa velocidad de tortuga, esa pachocha de funcionario público peruano resultó tan exasperante que, en un momento dado –con las facultades mentales ya disminuidas por el calor–, traje a la mente un viejo chiste que alguna vez contara el benemérito ‘Rulito’ Pinasco en la televisión y comencé a gritar “uf, uf, uf” por ver si así lo estimulaba al galope. Pero nada. El camello ni se inmutó. Como toda respuesta persistió en su fecunda labor digestiva.
Cuando dos horas después de haber salido del amable pueblo de Merzouga llegamos al campamento de las jaimas –los pies por fin en contacto con la arena suave y resbaladiza–, recién pudimos apreciar el desierto más extenso del mundo en toda su magnifecencia. De pronto los colores del cielo fueron cambiando y ahí nomás, junto a los agudos murmullos del aire, la velocidad del anochecer y el esplendor de las constelaciones, nos invadió la sensación de estar literalmente en medio de la nada. Una Nada muy turística y controlada, pero Nada al fin y al cabo.
Al día siguiente, me levanté temprano y de puro entusiasta trepé hasta lo alto de una colina próxima. Allí estaba, en inmaculado silencio, contemplando la salida del sol, pensando que se trataba del mismo sol que antaño guiara a persas, fenicios y bereberes en su lucha por sobrevivir. Allí estaba, divisando las dunas color ocre esculpidas por el viento a lo largo de siglos. Allí estaba, en fin, abrumado con las posibilidades de la naturaleza en tan remotas latitudes cuando la voz de mi esposa llegó desde atrás sustrayéndome de esas visiones. “Esto parece la Huacachina”, sentenció. Mi momento Lawrence de Arabia acababa de romperse.
Más tarde, antes de montar al camello de regreso, pregunté su nombre creyendo que sería algo así como Tigris, Saladino, Mubarak o quizá Kabubi, en honor a la mascota alada del genio Shazzan. “El tuyo se llama Jimi Hendrix”, respondió el guía, quien pasó a revelar las globalizadas y musicales identidades de los otros cuadrúpedos de la caravana: Mick Jagger, Bob Marley y Shakira.
A los animales, desde luego, el nombre les importaba un soberano pito. Entre las tradicionales bestias de carga, si el caballo destaca por su brío, el burro por su nobleza, la mula por su tozudez y el buey por su laboriosidad, el camello lo hace por su indiferencia. Puedes hacerle mimos, caricias, apapachos, selfies, maromas, da igual, él siempre te devolverá esa misma imperturbable expresión de quechuchismo; como diciéndote ‘no me jorobes (más)’, como si quisiera explicar que ya tiene suficiente en la vida con soportar esa horrenda jiba de grasa que maldice a diario, en especial a la hora del apareamiento.
Al final de la travesía deshice mi turbante de Alí Babá, desmonté al dromedario y avancé unos metros con las piernas en paréntesis. Solo entonces supe que la experiencia sahariana me acompa-ñaría durante mucho tiempo más. No tanto en el corazón como en la ingle.
Esta columna fue publicada el 6 de mayo del 2017 en la revista Somos.