A sus 77 años, Giorgios Chatzifotiadis se dejó caer sobre la acera y comenzó a llorar en plena calle. La gente lo miraba desde la puerta del banco, pero los diques del pudor se le resquebrajaron ante la magnitud de su impotencia. Su cédula de identidad y su libreta de ahorros yacían junto a él como dos promesas rotas.
La imagen de este jubilado dio la vuelta al mundo. Y, en Australia, James Koufos reconoció a quien fuera compañero de colegio de su padre y de inmediato pidió ayuda para localizarlo. Debe haber llegado hoy a Grecia para confirmarle que se hará cargo de la pensión que el estado griego no le puede seguir pagando.
Personas como Koufos nos recuerdan que la compasión y la solidaridad son también parte de nuestra naturaleza, aunque muchas veces necesiten de situaciones extremas para manifestarse. Millones de griegos, sin embargo, no tendrán la suerte de Chatzifotiadis. Y no sería raro que, al llegar a Salónica, Koufos se encuentre con otros amigos de su padre en condiciones similares.
Si decidiera ayudar a la mayor cantidad de pensionistas griegos, tendría seguramente que convencer a los posibles donantes de que su causa merece mayor atención que otras. ¿A dónde estaría mejor destinada la ayuda? ¿A los jubilados de Grecia? ¿A reducir la muerte por frío de niños en las alturas peruanas? ¿A desarrollar nuevas vacunas?
Toda ayuda que alivie la situación de alguien implica ya algo positivo. Y toda persona es libre de elegir a los destinatarios de su ayuda. Pero, como señala el filósofo Peter Singer en su reciente libro “The most good you can do”, ha venido tomando fuerza un movimiento que busca revolucionar la manera en que entendemos y realizamos actividades en beneficio de otros.
Se le conoce como “Altruismo Efectivo” y es una filosofía que considera que, para llevar una vida mínimamente ética, uno debe comprometerse a hacer el máximo bien que esté a su alcance. Para conseguirlo, los altruistas efectivos se preocupan de dos aspectos: dedicar una parte sustancial de sus recursos libres a mejorar el mundo; y elegir a qué causas ayudar basándose, no en un impulso emotivo, sino en evidencia de que el uso transparente y eficiente de los recursos producirá el mayor impacto positivo posible.
No se trata de un movimiento libre de críticas. La necesidad de cuantificar los beneficios producidos parece ir en contra de la empatía que muchas veces nos impulsa a ayudar. Y las donaciones a las artes parecen descartadas al competir con tareas como la de salvar vidas.
Pero la sola invitación a un estilo de vida que rechace la opulencia; que plantee el imperativo ético de pensar con cuidado en la forma más efectiva de mejorar el mundo; y que exija el compromiso de destinar, no migajas, sino porciones significativas de nuestro tiempo y recursos a dichas causas, resulta un formidable desafío para nuestros tiempos.