La gente suele creer que las máscaras ocultan la identidad. Por eso son tan populares en las fiestas que consienten algunas transgresiones a las normas de la convivencia pacífica, como los carnavales. El razonamiento que soporta esa asociación es más o menos el siguiente: “Si nadie sabe quién soy y en consecuencia no tengo que responsabilizarme por mis actos, puedo hacer lo que me dé la gana”.
Ocurre, sin embargo, que el colocarse una máscara suele ser, más bien, ocasión de que se revele una identidad más profunda de las personas. A saber, aquella que, en circunstancias normales, las reglas vigentes en una comunidad impiden que aflore: la del tirano, la del violento, la del ladrón, etc.
Curiosamente, con las mascarillas parece estar sucediendo ahora lo mismo. Embozados con ese símbolo de la lucha contra el coronavirus –es decir, usando esa lucha como pretexto–, personas de toda índole dan, efectivamente, rienda suelta en estos días a sus agendas secretas, mostrándose tal como son en realidad. Y si esto es fácil de comprobar en la conducta y las expresiones del vecino, imagínense cómo será de obvio en los individuos que ostentan una posición de autoridad. Veamos algunos ejemplos.
—¡Firmes!—
El más clamoroso, a juicio de esta pequeña columna, ha sido el ofrecido por el jefe del Comando Conjunto, César Astudillo Salcedo, en unas recientes declaraciones a “Perú 21”. En ellas, el general empieza diciendo: “Si se tienen que emplear las armas [para imponer las medidas de aislamiento social], las usaremos”, y termina anunciando que ha propuesto “el servicio militar para jóvenes de 16 que no estén estudiando”. En el camino, además, se las arregla para apañar al capitán del Ejército que la semana pasada agarró a cachetadas a un joven en Piura por violar el toque de queda.
Los sopapos, como se sabe, no forman parte del arsenal legal de recursos que los miembros de las Fuerzas Armadas o la Policía Nacional tienen a su disposición durante la emergencia para someter a los necios que no respetan la cuarentena. Pero en opinión de Astudillo, el abuso del capitán no fue cosa grave.
“El oficial dio sus descargos y son muy entendibles. Pronto estará en su servicio normal”, ha sentenciado. De lo que se desprende que la investigación que prometieron ha de haber sido sumarísima, pues por lo menos él ya parece conocer los resultados. De los detalles, no obstante, no nos enteraremos nunca porque el general nos ha hecho saber también que “los descargos son siempre reservados”.
La alusión a las armas (las del Ejército, se entiende) es, por otro lado, propia de un alarde de desfile militar. ¿Van a lanzarles acaso granadas a los irresponsables que vean cruzando las calles de noche? ¿Van a sacar a patrullar los tanques?
Y, por último, lo del servicio militar para los chicos de 16 que no estudien, aparte de ser el clásico reflejo de los que creen que el cuartel es la solución para todos males de la sociedad, ¿a qué viene en este contexto? Es como si el jefe del Comando Conjunto se hubiera dicho a sí mismo: ahora que estoy en una situación en la que mi poder habitual goza de prerrogativas especiales, me mando con todo y que vuelvan las levas. ¡Firmes!
Igualmente traslúcido a propósito de su naturaleza profunda ha sido en ciertas alocuciones públicas asimismo el titular de Salud, Víctor Zamora. De añeja vocación estatista, el “ministroll” (apelativo ganado gracias a antiguas incursiones suyas en la red) sostuvo el fin de semana pasado, en una intervención poco difundida, lo siguiente: “El Ministerio de Salud, desde la dación del decreto de urgencia, ha tomado control de [los servicios de salud de] la seguridad social, de las Fuerzas Armadas [y] del sector privado. Todos los servicios de estos cuatro (?) subsectores están ahora bajo el control del Ministerio de Salud”.
Esto, como se sabe, no es verdad. Y no lo era tampoco mientras él lo proclamaba… Pero parece que le habría gustado que lo fuera.
Según ha conocido esta pequeña columna, en una comunicación posterior con representantes gremiales de la empresa privada, Zamora habría reconocido que su frase “no fue la más feliz”. El fustán, no obstante, quedó claramente expuesto.
—Con ‘b’—
El postre, por cuestiones de protocolo, lo hemos reservado para el presidente del Consejo de Ministros, don Vicente Zeballos con ‘b’, otro viejo entusiasta del intervencionismo económico. Como recordarán los lectores memoriosos, hablamos del mismo funcionario que cuando era titular de Justicia sugirió el retorno del Estado a determinadas actividades empresariales, para ser luego desautorizado por Vizcarra.
Esta vez, Zeballos ha anticipado la formulación de una norma para identificar los productos que, en materia de precios, “deben estar bajo control” del Estado, con el glorioso añadido de que ello no debe ser tomado como “una intervención en el mercado”, sino como “una forma de defender la canasta familiar”.
¿Conoce por ventura alguien un control de precios que no haya sido presentado así? Trabalenguas aparte, no obstante, lo realmente llamativo es que más de 1.700 años después del desastre ocasionado por el emperador Diocleciano a la economía del Imperio Romano, existan todavía iluminados que no entienden que el control de precios ocasiona irremediablemente escasez. Justo lo que necesitamos en este momento.
Los ejemplos de los espontáneos participantes en este baile de mascarillas en las altas esferas del poder podrían, desde luego, continuar. Pero no hace falta.
Reservemos mejor el espacio final para anotar que, contra los que piensan que esta no es la hora para criticar al Ejecutivo, los momentos en que mayor poder concentra un gobierno son también aquellos en los que más fiscalización requiere.
Lord Acton, ilustre pensador napolitano, acuñó un famoso aforismo que nos animamos a traducir en versión criolla: si el poder emborracha, el poder absoluto produce un coma alcohólico. Y no estamos como para ese tipo de resacas.
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