En 1953, hace 53 años, se inauguró a unas cuantas cuadras de mi casa un restaurante que se llamaba “Gibraltar”, un restaurante sin mayores pretensiones pero que tuvo alguna acogida por un plato que llegó a convertirse en la especialidad de la casa: el arroz con camarones. Mis padres y yo lo degustamos repetidas veces, aunque al cabo de algún tiempo advertí que lo único que se mantenía invariable era el precio de dicho plato, pero no la calidad, porque los factores constitutivos de ella no eran constantes, sino variables, a saber: los comestibles; su preparación; el ánimo, disposición y eventual inspiración del cocinero; la temperatura y cantidad de la comida que se va a servir; y, finalmente, el número de comensales, en atención al hecho de que cuanto mayor sea el número de éstos, tanto menor será la calidad de los platos que se sirvan.
Me di cuenta, pues, de que la culinaria estaba sujeta a cambios y mudanzas difícilmente controlables y aun incontrolables. De lo cual se colige fácilmente que es arduísimo y hasta imposible lograr una calidad inalterable y por eso mismo firme y constante en culinaria. Lamentable situación favorecida por un público ignorante y glotón que desde luego no pide calidad, sino cantidad.
En la década de 1960, cuando hacía mis primeras investigaciones religiológicas, aprendí, entre otras cosas, que el crecimiento, difusión, popularización, expansión y triunfo de una religión, equivale a la pérdida de su esencia y a la desvirtuación de la enseñanza original. Las religiones que han tenido éxito, lo han tenido a expensas de esta renuncia del mensaje primigenio.
Pues bien: volvamos al asunto de la culinaria. La culinaria se ha convertido en un gran negocio, y habida cuenta de que estamos en plena globalización, la internacionalización de este gran negocio es inevitable, porque internacionalizándolo habrá más ganancia, más lucro y, por supuesto, más adulteración, más envilecimiento del producto, más bajura, o lo que es lo mismo, más basura.
Ocurre, sin embargo, que siendo, como es, irreversible la globalización, el encanallamiento de la culinaria, por causa de su internacionalización, resulta inevitable, indetenible y funesto.
En conclusión, si queremos que la culinaria tenga una calidad razonablemente buena, entonces tendrá que ser como todo lo bueno, quehacer restricto y cenacular. Una culinaria para las masas en un contrasentido.