Estamos ante el peor gobierno de las últimas décadas y el presidente Castillo hasta ahora no ha tomado ninguna acción importante. Ni catastrófica ni revolucionaria. No ha presentado proyectos de ley alterando las reglas de juego de la economía, no ha nacionalizado ningún recurso, no está en marcha el referéndum para el cambio de Constitución. Si analizamos las noticias de las últimas semanas, a menos de un mes de gobierno, los que en algún momento pensaron que podría darse una interesante coalición de partidos de centro y de izquierda para sacar adelante un proyecto país que propusiera cambios tantas veces postergados, ya perdieron todas las esperanzas. Ya constataron que a Pedro Castillo no solo le queda grande la banda presidencial sino el sombrero de líder chotano que lo llevó hasta Palacio. Le rehúye a la prensa, no da declaraciones (salvo esos remedos de mítines de campaña cada vez que llega a una ciudad), le deja la cancha libre a Vladimir Cerrón para que él se pavonee como el dueño de la pelota, y arma gabinetes echando mano de los personajes que Cerrón le pone por delante, en los que prima el ‘carnecito’ de partido recién formado y el compadrazgo, o improvisados sin experiencia llenos de denuncias vergonzantes. Apología del terrorismo (Guido Bellido, primer ministro) trata de personas (Walter Ayala, Mindef), agresión y acoso (José Ramírez, Minam), disparar borracho en un bus lleno de gente (Ciro Gálvez, Mincul), y la lista continúa. Cualquier gobierno que se tomara en serio la figura de servidor público hubiera descartado estos nombres al leer sus antecedentes. Pero este Gabinete, ya parchado, ha llegado con prontuario y prepotencia.
La discusión se centra en este momento en dos teorías. Una: Vladimir Cerrón que actúa como si su partido hubiera ganado las elecciones con 80% de votos en primera vuelta quiere implantar una revolución comunista al estilo Venezuela y está copándolo todo. Dos: todo lo que vemos no es más que el resultado de un grupo que llegó al poder sin idea de cómo gobernar, que carece de cuadros capacitados y que intenta manejar el Estado con la misma impericia con la que lo haría un flamante alcalde distrital cuya única relación con el Estado ha sido sacar su DNI.
¿Cuál de las hipótesis es cierta? Probablemente ambas. Vladimir Cerrón está copando ante la opinión pública el espacio que le corresponde al presidente Castillo. Mientras él da “lecciones” de política en medios, el presidente corre rodeado de matones que empujan a los reporteros que lo persiguen para sacarle aunque sea una declaración sobre temas importantes. Al profesor se le notan cada vez más los hilos del titiritero neurocirujano que sabe cómo dejarlo en ridículo y minimizarlo. Sin embargo, ese plan megalómano de Cerrón no parece tener una estructura clara. No da señales de estar respaldado con nada lo suficientemente sólido para llevar adelante el tipo de reformas radicales que quiere impulsar desde la sombra. No tiene un soporte partidario, como sí lo tuvieron personajes como Evo y Chávez, y carece de los elementos mínimos del carisma necesario para emular a los dinosaurios que son sus referentes.
Nada de esto, por supuesto, nos aleja del peligro de que el país se vaya al traste, de que se inicie una revolución de pacotilla, y de que Cerrón meta la cuchara lo suficiente para reventarle la vida a millones de peruanos, especialmente a los que votaron por el lápiz. Pero miremos el fenómeno de una manera menos dicotómica: aquí no se trata de un plan revolucionario perfectamente planeado o de un Gobierno ineficaz y caótico. Estamos en manos de políticos que buscan sacar adelante un conjunto de ideas enloquecidas y antidemocráticas que nos van a costar carísimo si lo logran, pero que están impulsando ese plan de la manera más chicha e improvisada posible.
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