Cuesta no pensar en “La fatal arrogancia” de F.A. Hayek cuando se analiza lo ocurrido en desde la segunda mitad del 2019. Sobre todo, tras la avasalladora victoria de la derecha el domingo pasado en la elección para el Consejo Constitucional, ente que llevará a cabo el segundo intento por redactar una nueva para el país sureño.

La izquierda de ese país, con la atención y vitoreo de toda la izquierda latinoamericana, había amasado muchas victorias tras el mentado “estallido social”: desde la del referéndum que decidió que se cambiaría la Carta Magna, pasando por la instalación de un Consejo Constitucional de mayoría izquierdista, hasta la proclamación de como presidente en el 2022. Tenían la pelota, la cancha vacía y la voluntad de anotar todos los goles. Pero, a la hora de la hora, los fallaron todos y la soberbia ha sido la principal responsable.

Si algo enfrenta al socialismo y al liberalismo es la creencia del primero de que el funcionamiento de la sociedad puede diseñarse, planearse desde un buró por mentes iluminadas y administrarse desde un Estado que lo controla y lo sabe todo. El socialismo, en simple, plantea una serie de recetas, tanto morales como económicas, para lo que cree que es la forma correcta en la que la civilización debería desarrollarse. Una tarea que supone –y ahí está la fatal arrogancia– que saben mejor que los individuos lo que estos necesitan.

Y eso fue, en buena cuenta, lo que la izquierda chilena quiso hacer con el documento que redactó el primer Consejo Constitucional, y que fue enfáticamente rechazado por los chilenos en setiembre del 2022. Este tenía 170 páginas que se leían como una oda a la irresponsabilidad fiscal y al progresismo más delirante (materia sobre la que ya ahondamos en esta columna el año pasado). Y se notó, más que como un texto que buscara representar las necesidades y demandas de la ciudadanía, como una oportunidad perfecta para imponer en el papel todos los objetivos teóricos y convicciones morales de la izquierda. Una circunstancia que los chilenos no se tomaron bien.

Citando a Hume, “las reglas de la moral […] no son conclusiones de nuestra razón”. Como sostiene Hayek, las reglas en las que se sustenta la civilización dependen del orden extendido de la cooperación humana, un proceso evolutivo que, sin la conciencia ni anuencia de la sociedad que la lleva a cabo, desemboca en los resultados más coherentes y útiles para un grupo humano. Y esto funciona precisamente porque no depende de la imposible omnisciencia de un burócrata, sino de las decisiones libres que toman los individuos cuando interactúan entre sí. Cada uno en busca de su propio provecho.

Sin embargo, tampoco es que la victoria de la derecha en Chile el domingo pasado exprese un giro de los chilenos hacia las ideas liberales. Nada lo indica. La derrota de la izquierda es el corolario del débil gobierno de Boric y del mamarracho irresponsable que redactó la convención anterior. Y la derecha liderada por José Antonio Kast tiene más de conservadora que de liberal.

Pero el nuevo Consejo Constitucional haría bien en no caer en los vicios de la fatal arrogancia de los socialistas. Debería empeñarse en plantear una Constitución que, lejos de ensanchar el poder del Estado sobre la vida de las personas y de imponer una visión específica de la moral, permita el libre desenvolvimiento del orden extendido de la cooperación humana del que habla Hayek. Una Constitución anti-intervencionista, que le deje la agencia a los individuos, que permita que ellos decidan lo que está mal y lo que está bien, sin concepciones estatizadas de la moral ni, por supuesto, del desarrollo económico.


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