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Carlos Adrianzén

Durante los últimos meses, la discusión económica nacional se ha congregado en un vocablo: . Esa ciudad andina donde se tiene proyectado hacer un nuevo aeropuerto internacional. La aludida discusión no solo se basa en que este sea un proyecto largamente anhelado por la población cusqueña, sino por los sucesivos accidentes asociados a su evaluación y por la firma de una adenda a un contrato que finalmente el Ejecutivo acaba de defenestrar. Esto, mientras asumía políticamente la súbita renuncia del ministro de Transportes.

Per se, la escala económica del proyecto no sugiere que estuviera en juego la suerte económica del país. Su importancia radicaría en su valor como señal. Como una muestra concreta de que la actual administración es capaz de hacer algo bien. Una operación transparente y económicamente eficiente. Ello, a pesar de no haber liderado una reforma sustantiva de la administración pública local.

En esta coyuntura, existen dos planos superpuestos (uno penoso y el otro retador). El penoso nos refiere al hecho de que –para beneplácito de ciertas ideologías y grupos de interés– cada día es más probable que la construcción del aeropuerto termine convirtiéndose en otra obra pública. Un proyecto estatal al estilo velasquista o al de la refinería de Talara. Si esta opción política se materializa, enfrentaremos una alta probabilidad de que el proyecto termine siendo más costoso y que su gestión resulte estampada por la corrupción burocrática (ese sello que hoy nos caracteriza como plaza de negocios).

El otro plano –los retos que descubre– se configura en la necesidad de actuar tajantemente en otras direcciones. Es cierto, las cifras recientes de crecimiento económico no sonríen como antes. La tasa anual de crecimiento del PBI en dólares constantes del 2010 ha pasado del auspicioso 7% del 2011 a 0,7% en el 2016. El ritmo quinquenal de este crecimiento se ha reducido en casi dos puntos porcentuales. Se trata de una inercia difícil de quebrar sin acciones muy definidas.

La idea de que esta performance sea reflejo del ritmo de crecimiento de las exportaciones y los términos de intercambio se ve corregida al observar que el problema está adentro. De hecho, la inversión privada per cápita en dólares constantes –trabada por un cúmulo de acciones de la política local– se comprimiría en el 2017 por cuarto año consecutivo.

El Ejecutivo y el Legislativo tampoco controlan la hemorragia de Chinchero y los ruidosos escándalos de corrupción asociados al Caso Lava Jato. Los peruanos sabemos que si hay algo que produce esta coyuntura es una parálisis burocrática. Nadie desea estar expuesto a las investigaciones de una fiscalía y judicatura como las nuestras.

Adicionalmente, subrayemos algo estructuralmente relevante. La administración de Pedro Pablo Kuczynski recibe tres índices claves –en el largo plazo– en sostenido derrumbe. Primero, el coeficiente de apertura comercial (ese gran predictor de crecimiento) se reduce en 14 puntos porcentuales en el período 2007-2016. Segundo, en competitividad local –según el IMD– retrocedemos 20 ubicaciones entre el 2008 y el 2016. Y tercero (pero para nada lo menos importante), en percepción de la corrupción burocrática nos deterioramos explosivamente: nuestra ubicación en el ránking de Transparencia Internacional cayó del puesto 41 en 1998 al 101 en el 2016.

Hoy, el Ejecutivo y su copiloto (el Legislativo) necesitan desesperadamente llevar a buen puerto cien Chincheros. No hacerlo los abraza en el fracaso. Y todos estos Chincheros deben ser cerrados en forma transparente y exitosa. Sin caballazos.

Para ello, deberán no solamente enterrar la falsa disyuntiva que la izquierda limeña ha querido contrabandear: que hay que elegir entre la inversión privada y la lucha contra la corrupción. Nada más falso que eso. La inversión privada y la lucha contra la corrupción requieren del mismo insumo: una institucionalidad sólida. Ergo, ambos poderes deben dejar de culparse entre sí, pues solo sus gatos les creen (eventualmente). Los ppkausas fracasarán si son incapaces de liderar y convencer a los fujis. Y el fujimorismo también fracasará si es incapaz de liderar y convencer… si el Ejecutivo no da la talla.
Así las cosas, si no se ponen las pilas, florecerán los demagogos, los mercantilistas y los izquierdistas (grupos muy difíciles de distinguir entre sí). Quienes necesitan de mucha parálisis y más frustración en aras de llegar al poder y, por supuesto, enriquecerse con mucha obra pública en un contexto de débil institucionalidad.