La reciente encuesta de Datum (El Comercio, 18/8/2024) trae una preocupante información que no debe perderse de vista con miras a los comicios generales del 2026. Según el sondeo, dos de cada tres peruanos (63%) desconfían de la transparencia de los organismos electorales.
Cuando se pone el foco sobre ciertos grupos poblacionales, resalta un sorpresivo incremento en el sur (68%), bastión castillista en el 2021, y uno, quizás más entendible, entre los ciudadanos de mayor edad (55-70 años, 68%), si se considera el escepticismo característico de este grupo etario.
Estas controversias se iniciaron en el 2016, cuando se excluyó a algunos candidatos de la contienda basándose en la reglamentación electoral, que imponía procedimientos por encima del derecho a la participación política. El ajustado resultado de la segunda vuelta de aquel año (más de 40.000 votos de diferencia) terminó por sembrar desconfianza en algunos sectores.
Entre el 2016 y el 2021 ocurrieron hechos que desafiaron la capacidad de los organismos electorales, tales como los importantes procesos electorales del 2018 (referéndum) y el 2020 (Congreso complementario). Sorprendió, además, la rapidez con la que se convocaron los comicios de enero del 2020, tras el golpe ejecutivo de setiembre del año anterior, lo que se justificó argumentando que este estaba dentro de la legalidad, a pesar de su dudosa constitucionalidad. El balance, como en la mayoría de las acciones humanas, fue uno de luces y sombras.
Llegó el 2021 y las autoridades electorales debieron enfrentar un clima de creciente polarización. Lo ajustado de la segunda vuelta receló a un importante sector, que hasta hoy duda de los resultados electorales.
Con dudosa y forzada evidencia, se denunció un fraude, lo que con justificación hizo que se les endilgara a estos sectores la etiqueta de “fraudistas”. Incluso una comisión parlamentaria se ocupó de la controversia, aunque esta, finalmente, no aportó nada.
En suma, dada la alta desconfianza hacia estos organismos (justificada o no), lo que les toca a sus cabezas es asumir el dato como una realidad incómoda que obliga a mantener un comportamiento escrupuloso y reforzar la explicación de las decisiones que se toman. Aún no queda claro, por ejemplo, por qué se excluyó a algunos partidos en el 2021 y se permitió a otros continuar en el 2022.
Optar por la victimización y atribuir el ánimo existente en la ciudadanía, casi exclusivamente, a la campaña iniciada por los “fraudistas” es un ejercicio carente de autocrítica. Es como dejar el asunto a la deriva, tal y como hace el chofer de un bus de servicio público al ponerlo todo en manos de la providencia. “Dios es mi copiloto”, reza una conocida calcomanía. Esto en nada contribuye a construir la institucionalidad a la que se aspira.