Aunque pasó desapercibido, el lunes pasado se cumplieron 100 años de uno de los experimentos sociales, políticos y económicos más interesantes en la historia moderna. A finales de octubre de 1919, se aprobó la Ley Volstead en EE.UU., norma que hacía ilícita la fabricación, venta y transporte de cualquier bebida alcohólica. Así empezó lo que se conoce hoy como “la prohibición”.
Como se sabe, el experimento resultó un fracaso rotundo. Durante los años veinte, en plena ley seca, EE.UU. era el principal importador de batidores de cóctel del mundo, y solo en la ciudad de Nueva York se calcula que había más de 30.000 bares clandestinos. Hacia 1933, la norma fue descartada.
Las lecciones que se pueden extraer de este caso son valiosas y diversas. La primera es que no se puede legislar en contra de la realidad. Es una arrogancia típica de políticos y activistas pensar que disposiciones de tinta y papel, con sellos y rúbricas muy dignas y oficiales, tienen alguna suerte de poder mágico para cambiar los comportamientos, hábitos, gustos y necesidades de las personas. Las normas se deben adecuar a la realidad, no a la inversa.
Segundo, la aparición de Al Capone y el violento crimen organizado para la venta y distribución de alcohol es un claro recordatorio de lo inexorable de los mercados. Mientras existan personas que demanden y estén dispuestas a pagar un precio adecuado, habrá personas que oferten. Cuando el Estado sobrerregula, desconociendo esta ley básica, los mercados informales o ilegales aparecen. Aplica para el alcohol en los años veinte en EE.UU., pero también para otros mercados actuales sobrerregulados, como el laboral o el de las drogas.
Lo que es peor: una vez que los mercados se informalizan, el Estado abdica en realidad a cualquier pretensión de control. Por intentar regular lo mucho se pierde hasta lo poco. Si en EE.UU. el alcohol adulterado (o en ocasiones incluso envenenado) mató a cientos y se vendía a personas de cualquier edad en cualquier hora y en cualquier lugar, en el Perú millones trabajan en la informalidad al margen de cualquier protección del Estado. La causa, en ambos casos, es la ilusión burocrática de que pueden derogar las leyes de la oferta y la demanda.
Más aún, la prohibición tuvo una consecuencia social especialmente perniciosa: la banalidad de la ley. Cuando una norma es incumplida de manera sistemática y sin consecuencias, el concepto mismo de Estado de derecho se pone en riesgo. En otras palabras, si ya estoy saltándome esta ley, ¿por qué no también estas otras? Así, ciudadanos que normalmente eran respetuosos de la ley de pronto se vieron convertidos en delincuentes. Doctores prescribían dosis de whisky a sus pacientes y la tentación de altas ganancias por trabajar en mercados ilegales era alta. Banalizar la ley tiene consecuencias que van mucho más allá del mercado al que se intenta, infructuosamente, regular.
Finalmente, no está de más recordar el contexto en el que se derogó la Ley Volstead. Si bien el hartazgo ciudadano y la aparición de mafias violentas fueron decisivas en el descrédito popular, la Gran Depresión de 1929 fue el catalizador de su final. Después de todo, en un ambiente de parálisis económica casi absoluta, el negocio del alcohol formal podía crear millones de puestos de trabajo directos e indirectos, además de cuantiosos ingresos fiscales que el gobierno necesitaba con urgencia (se estima que se perdieron US$11 mil millones en impuestos debido a la prohibición). Dicho de otro modo, dejar en libertad a las personas para que tomen sus propias decisiones no solo era lo éticamente correcto, sino lo económicamente rentable. Cien años más tarde, sin embargo, todavía no aprendemos muchas de las lecciones más básicas de la Ley Volstead y las razones de su fracaso.