Alexander Huerta-Mercado

“Ayer, tarde, en la escalinata de mármol del templo, vi a una mujer sentada entre dos hombres. Una de las mejillas de la mujer estaba pálida y la otra, sonrojada”. En la brevísima narración del autor libanés Kahlil Gibran, se nos recuerda que el rostro humano ha sido una fuente de mensajes que diferentes culturas han sabido leer, representar y decorar. Aprendemos muy temprano a reconocer rostros y casi instintivamente podemos asociar y completar muchas figuras con la forma clásica de una “cara con ojos” en todas partes.

En un plano evolutivo, y es bueno hablar de nuestra dimensión biológica cuando hemos estado bajo el ataque de un virus, somos de las especies que más músculos faciales tienen desarrollados. Desde una perspectiva darwinista, esto ha garantizado una mejor forma de expresar emociones y disposiciones para el emparejamiento. Hay animales que tienen ojos y bocas más grandes, pero no tienen el repertorio de movimientos faciales que nosotros tenemos ni los sugerentes labios que nos resaltan y, muchas veces, simbolizan.

La temprana tradición ritual humana observó que cubrir el rostro con pintura facial o máscara contribuía al cambio de identidad, para lo que el cuerpo humano cambiaba rápidamente su dimensión simbólica. Así, los jueces tribales usaban máscaras, pues un humano no podía juzgar a otro humano, y los chamanes, como lo atestiguan las pinturas rupestres, se cubrían con máscaras de seres caudados para convocar a sus espíritus y transformarse en ellos. Los grandes señores del desierto egipcio, de Micenas y de los Andes eran enterrados con máscaras brillantes para dar su mejor cara a los dioses. No es de extrañar que, siglos después, el teatro griego generara la palabra “personaje” a partir del mismo vocablo que significaba “máscara”, la que tenía, pues, esa capacidad transformadora. Basta con una nariz roja, quizá la máscara más pequeña del mundo, para que el ‘clown’ adquiera una nueva identidad. Y basta con una foto en la que aparezca nuestro rostro reducido a centímetros para que, en los documentos, demostremos quiénes somos.

Imagínense, ¡hemos estado dos años enmascarados en el plano público! Dentro de la cultura occidental, esto es llamativo y no ha dejado de tener consecuencias. En un principio, muchas mascarillas fueron personalizadas, denotando identidad. Luego, hubo espacios que exigían portar una verdadera ventana personal de plástico. También hubo un temor a los que no llevaban puestas sus mascarillas. Eran un símbolo de cuidado, de seguridad y de pureza, pero, sobre todo, de protección frente a los otros. Mal haríamos si pensáramos que esa fue la única máscara que usamos. Ahora que hemos retornado a clases presenciales, veo la diferencia entre estar frente a las chicas y chicos en el aula, y el estarlo ante las ventanitas de Zoom, que generalmente operaban como “máscaras” a través de fotos, imágenes o letras.

Y sí, hemos cubierto nuestros rostros a través del espacio virtual, que no solo nos protege, sino que nos devuelve convertidos muchas veces en un colectivo agresivo, intolerante y poco dialogante, a veces con una cara complaciente ante un grupo que se nos presenta anónimo. No en vano una de las redes sociales más populares se llama, precisamente, Facebook.

Se anuncia que pronto dejaremos de lado la mascarilla en los lugares públicos. No la extrañaremos, cierto. Nos queda todavía cuidarnos a todos porque aún la amenaza existe y muta. Como también mutan nuestros temores y nos convierten en jueces sin rostros en nuestra sociedad, temiendo ser juzgados, no aceptados, abandonados o señalados. Paulatinamente, nos hemos convertido en una ciudad de casas amuralladas, calles cercadas y parques con horarios de cierre. Hemos convertido nuestro entorno en una arena en la que da miedo cometer errores por miedo a la burla o el escarnio, o en donde he sentido que tímidamente las alumnas y alumnos muestran temor al opinar algo que vaya en contra de lo que parece mayoritario, expresando poéticamente: “me da roche decirlo, profe”.

Esta nueva socialización es una oportunidad para comenzar de nuevo, saliendo del cocuyo, alas al viento y entendiendo que todos tenemos miedo de todos en una sociedad que desde la Colonia nos obligó a usar máscaras y a lucir como autosuficientes y agresivos para protegernos y estar más cómodos, escondiendo nuestras caras frente al caos del poder que ya abruma.

Cuando Kahlil Gibran da voz al personaje que lleva el nombre de su libro, “El Loco”, este le explica al lector cómo se ganó ese apelativo. Resulta que él acostumbraba ir premunido no de una, sino de muchas máscaras. Estas, un día, repentinamente, le fueron robadas. Luego de angustiarse, se da cuenta de que hay una nueva realidad. Dando la cara a la vida, exclama: “¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras! Así fue que me convertí en un loco. Y en mi locura, he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser”.

Alexander Huerta-Mercado es antropólogo, PUCP

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