Oswaldo Molina

En unos comicios que poco interés lograron generar en la población, hace una semana, los peruanos hemos ido nuevamente a las urnas para elegir a nuestras autoridades regionales y municipales. Con un poco más de distancia, conviene entender por qué, para la gran mayoría de peruanos, el proceso de , que representaba una promesa cuando se inició hace 20 años, hoy solo los llena de frustración.

Primero entendamos de qué trataba la promesa. Frente al terrible centralismo característico de nuestro país, el proceso de descentralización se veía como una oportunidad para reducir las enormes brechas entre la capital y el resto de las regiones. ¿Por qué ciertas decisiones que afectan el destino de las regiones –clamaban con justicia los líderes de provincias– deben ser tomadas desde un escritorio en Lima? Y es que se esperaba que la provisión descentralizada de los servicios públicos, al estar la gestión más cerca de las necesidades locales, sería más eficiente que una centralizada.

Sin embargo, dos décadas después, esta promesa parece vacía. A pesar de los mayores recursos asignados para los –entre el 2007 y el 2022, por ejemplo, el presupuesto para inversión pública de este nivel de gobierno se ha cuadruplicado y este año duplica el presupuesto del Gobierno Central–, las distancias persisten. Basta con constatar las enormes disparidades que subsisten entre regiones. Así, el porcentaje de niños de primaria con rendimiento satisfactorio en lectura y matemáticas en Tacna es de 45,9%, mientras que en Loreto es solo de 3,8%. O veamos lo que pasa en Puno, donde 7 de cada 10 niños de entre 6 a 35 meses de edad sufren de anemia, cuando el promedio nacional es de cerca de la mitad y en las regiones con mejor desempeño de casi la tercera parte.

Lo que sí abundan, en cambio, son los ejemplos de ineficiencia y corrupción, cuyos rostros cotidianos son las obras paralizadas, la incapacidad de gasto y, cómo no, las autoridades procesadas judicialmente. A la larga, son esos titulares de periódicos o la imposibilidad de recibir un servicio público de calidad lo que termina mellando la confianza de la población.

Veamos algunas cifras para entender la magnitud del problema. Empecemos por los niveles de inversión pública, que siguen siendo muy bajos y heterogéneos. En el período 2010-2021, solo siete regiones han tenido un nivel de ejecución presupuestal mayor al 75%; es decir, en 18 regiones no somos capaces de invertir 3 de cada 4 soles presupuestados para construir postas médicas y mejorar escuelas, entre otras obras. No es gratuito entonces que el 43% de municipios manifieste tener necesidades de capacitación precisamente en formulación y evaluación de proyectos públicos.

No obstante, muchas veces, cuando se logran ejecutar, estos proyectos de inversión no llegan ni siquiera a buen puerto. A junio de este año, existen 1.978 obras paralizadas de gobiernos subnacionales (regionales o locales) valorizadas en S/19.837 millones. ¿Pueden acaso imaginar cuánto cambiarían las vidas de muchos peruanos vulnerables si esas obras de saneamiento o centros médicos dejadas a la mitad se culminasen? Y, claro, en medio de esta sospechosa torpeza, uno encuentra las largas sombras de la corrupción. Así, 21 de 25 gobernadores regionales elegidos en el 2018 registran procesos activos por delitos de corrupción y ocho no han podido culminar su gestión.

Frente a este panorama, queda clara la necesidad de discutir los avances y problemas de la descentralización y plantear cómo mejorar el actual diseño, que decididamente trasciende los nombres propios. Parece imposible poder discutir alturadamente sobre reformas en la actual coyuntura, pero no podemos proseguir con estos magros resultados (ya hemos desperdiciado lamentablemente muchos años de bonanza económica). Corresponde a la academia, los ‘think tanks’ y la sociedad civil debatir sobre posibles mejores caminos que el proceso de descentralización debe transitar, a la espera de oportunidades para ejecutar ordenadamente dichos cambios requeridos. Para no repetir los errores del pasado, debemos recordar los tropiezos que se tuvieron en el inicio de este proceso, en que no se pudo seguir siquiera el diseño planteado, y los problemas que ha acarreado la acelerada transferencia de competencias, independiente de las capacidades locales.

Con el actual esquema como base, debemos poder responder diversas preguntas abiertas que la actual situación nos plantea; como, por ejemplo, qué acciones concretas se pueden llevar a cabo para mejorar efectivamente el nivel de transparencia de las gestiones subnacionales, cómo alcanzar una asignación de recursos más equitativa entre regiones, cuál es el impacto en los incentivos para las potenciales autoridades locales de la no reelección y la falta de partidos políticos, cómo lograr reducir la alta atomización de gobiernos locales para generar economías de escala en los proyectos de inversión, cómo emplear convenientemente los recursos de inversión que no se pudieron ejecutar, entre tantas otras cuestiones que requieren una revisión profunda. Debemos, por tanto, conversar sobre la descentralización, más allá de los resultados electorales del momento. De lo contrario, la descentralización no logrará transformar los recursos en mayor bienestar para todos los peruanos en cada rincón de nuestro país.

Oswaldo Molina es Director ejecutivo de la Red de Estudios para el Desarrollo (Redes)

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