El electorado que va a votar pasado mañana puede definirse como un experto en la decepción. Después de dos décadas de votaciones limpias (la fraudulenta fue la del año 2000), cada cinco años se nos recuerda que es hora de volver a despertar nuestras ilusiones en algún líder. Pero las ilusiones políticas, como las del amor, traen consigo una enorme dosis de ansiedad. Nuestra suerte depende de otros, de los candidatos en quienes debemos confiar y, Dios mío, a quienes debemos elegir.
Entre los últimos mandatarios elegidos, está claro que ninguno estuvo a la altura de sus promesas. El único presidente que ha dejado un buen recuerdo es precisamente el que no fue elegido. Valentín Paniagua sigue siendo un ejemplo de honestidad e impulso de las causas justas (entre ellas la creación de la Comisión de la Verdad). Pero no solo los elegidos han sido decepcionantes. También lo han sido, y mucho, los miembros de la oposición, que también forman parte del poder. En el caso concreto del último lustro, el comportamiento de la oposición en el Congreso ha sido peor que el del Ejecutivo, con todos los errores que este pudo tener.
No nos convence ningún candidato pero votaremos por alguno. Vivimos la decepción desde el desencanto tratando de no llegar a la desesperanza. Quizá precisamente por todo eso, las encuestas anuncian que más de un noventa por ciento del electorado irá a las urnas, en plena pandemia. Es un porcentaje que supera al de votantes en las elecciones últimas. Estamos tan desencantados que necesitamos un acto de fe.
La diversidad de candidatos alude a las divisiones de nuestra cultura. Estamos divididos porque hay algunos males endémicos entre nosotros. Uno de ellos, compartido con muchos países, es que vivimos bajo el imperio del complejo de Adán. Todos consideran tener la única solución. A lo largo de esta campaña los candidatos a la presidencia han tenido el protagonismo. Sin embargo, no hemos visto aparecer con frecuencia a los candidatos a las vicepresidencias o a los asesores y miembros de los equipos técnicos. Las figuras individuales han primado sobre los equipos, con lo cual la política se vuelve un plato de egos revueltos. Seguramente esa estrategia se debe a que se sabe que la población electoral no vota por ideas sino por figuras individuales. Seguimos buscando a un mesías. Nunca como en esta elección ha sido más evidente que nunca existieron.
Otra expresión de nuestra división es que pocas veces se ha visto tantos candidatos radicales. Algunos de ellos buscan ser más extremistas que otros para ganar puntos (y los pueden perder, según sea el caso). Las divisiones también se manifiestan en el hecho de que algunos candidatos parecen muy cercanos o muy lejanos a distintas partes del electorado. Es una vergüenza que una gran parte de peruanos ignoremos el quechua, nuestra lengua originaria, que uno de los candidatos usó en su presentación en el debate. La división cultural se expresa en las divisiones políticas y sociales, como vemos hoy.
La indecisión, la duda, la incertidumbre se han extendido y a ellos se ha unido el dolor y el duelo por la pérdida de amigos y parientes. Alguien debía hacer una estadística no solo del número de muertos sino de las consecuencias económicas, sociales y psicológicas de esas muertes en las familias.
En las vísperas del bicentenario, queda pensar que esta es una de las votaciones más importantes en nuestra historia. Informarnos no solo de las ideas sino de la moralidad de cada candidato a la presidencia y al Congreso debía ser parte de nuestro aprendizaje del desencanto.
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