Alonso Cueto

Una amiga extranjera me dijo hace algunos años que en el Perú todo es posible y nada es seguro, una frase que puede aplicarse a la mayor parte de los países. Y, sin embargo, no dejamos de asombrarnos ante sorpresas como la del miércoles. Mientras algunos estábamos trabajando, las señales de los teléfonos empezaron a parpadear con expresiones como “discurso del presidente”, “cierra el Congreso”, “de terror”.

Hasta ese momento, ninguno de los que escuchamos el mensaje sabíamos si el anuncio tenía algún respaldo. Pero el hecho de que un minuto después el entonces ministro Alejandro Salas renunciara (y luego vendrían los otros, en cadena) era una clara señal. Castillo se había quedado solo. La mejor noticia de la jornada de anteayer fue la comprobación de que las instituciones del Estado respondieron poco después en forma orgánica. No éramos un país tan bananero como algunos pensaban. En ese momento pensé que nuestra cultura andina, basada en los principios de cooperación colectiva, es una prueba de la capacidad que todavía podemos tener por un sentido del trabajo conjunto. Si ese espíritu se impone en nuestra política, podríamos tener alguna esperanza.

Pero siempre volvemos a la normalidad. Uno de los principales problemas de nuestra historia es un permanente espíritu de divisionismo. La idea de que el líder es más importante que el grupo y de que el jefe es objeto de culto recorre nuestra vida política y cultural. Es por eso que, con frecuencia, cuando desaparece el líder también desaparece el partido.

Por otro lado, el Perú, con su accidentada y bella geografía, creó muchas culturas precolombinas de gran desarrollo cultural que con frecuencia se enfrentaron entre sí. Nuestra conquista fue en realidad una guerra indiana, entre los incas y otras etnias, en la que uno de los ejércitos contó con la dirección de los conquistadores españoles. Los mismos conquistadores luego se dividieron debido a las luchas entre pizarristas y almagristas, y luego a las de Gonzalo Pizarro contra la corona. Después de la Colonia, que fue una época también conflictiva, la historia republicana está sembrada de golpes, vacancias, guerras civiles y cambios de . Hemos combinado épocas de turbulencia e inestabilidad con la de gobiernos largos como el oncenio de Leguía, el ochenio de Odría y la larga década de Fujimori. Entre la inestabilidad y la dictadura, tendríamos que encontrar un punto medio alguna vez.

De todas las imágenes que quedan del miércoles, hay dos especialmente reveladoras. Una es el mensaje intentando emular a Fujimori (usó la famosa palabra “disolver”). Lo más importante fue el temblor del papel que sostenía, un aspecto que condenaba cada palabra al fracaso. Las frases absurdas estaban desmentidas por sus pobres manos, que trataban de convencerlo en cada temblor de que no siguiera leyendo. La otra imagen es la del expresidente fingiendo mirar una revista en la Prefectura, junto con Aníbal Torres. Me imagino lo que habrá buscado por un momento. Hacerse el distraído. Ignorar lo que ocurría. Buscar una razón para no hablar con Torres a quien a lo mejor culpaba. Fingir que no le importa. Hoy, la Diroes ostenta un récord difícil de igualar. Es, o ha sido, el lugar de residencia de tres expresidentes peruanos, incluyendo a Humala, que vivió ahí alrededor de nueve meses, hasta abril del 2018.

seguirá siendo una incógnita hasta que pueda demostrar su capacidad de liderazgo y de elección de colaboradores. Queda como un dato estimulante pensar que, como nunca antes, varias mujeres peruanas han tenido un lugar destacado en la resolución de esta crisis. Los nombres de Patricia Benavides, Marita Barreto, Elvia Barrios y de la propia Boluarte han sido decisivos. Es la hora de las mujeres, y ha sido para bien.

Alonso Cueto es escritor