La demoledora irrupción del en plena campaña electoral en Estados Unidos ha hecho preguntarse a los analistas si existe relación entre y . ¿El desempeño de los políticos frente a las calamidades influye en el voto? ¿Una actitud despreocupada con los damnificados afectaría la popularidad de un gobernante? ¿Hasta qué punto los desastres tienen la fuerza para afectar el balance del poder?

Norteamérica tiene un amplio historial de fenómenos naturales que golpean en coyunturas electorales. Allí está el papel de Barack Obama frente al huracán Sandy en el 2012, que le habría permitido consolidar su reelección. En contraste, la poco solidaria actitud de George W. Bush ante los estropicios perpetrados por Catrina en el 2005 mermó tremendamente sus niveles de aprobación.

La ciencia política sugiere que existe cierta relación entre adversidades derivadas de amenazas naturales y decisiones de gobierno. En 1925, la revista “American Political Science Review” divulgó un artículo cuya hipótesis planteaba que el surgimiento de un partido populista en Nebraska, en 1890, fue consecuencia de una inclemente sequía que afectó a los agricultores locales. En el 2004, un estudio de los politólogos Christopher Achen y Larry Bartels demostró que los ataques de tiburones registrados en 1916 en las playas de New Jersey, tras no ser muy bien atendidos por las autoridades, afectaron la votación del candidato demócrata y presidente Woodrow Wilson en dicha jurisdicción. Para Latinoamérica, el investigador Richard Stuart Olson planteó la hipótesis de que el terremoto de Managua de 1972 facilitó la posterior caída del dictador Anastasio Somoza, al evidenciar el corrupto uso que su régimen hizo de la ayuda internacional.

Si bien las relaciones entre desastres y política no son siempre concluyentes, a veces pueden ser lo suficientemente robustas para permitir a los políticos capitalizar las consecuencias de tales eventos, sea estando en el poder o en la oposición. Kamala Harris y Donald Trump, por ejemplo, han buscado ganar apoyos para sus causas en medio de los estragos perpetrados por Milton.

¿Y cómo andamos localmente en esta materia? Aquí las catástrofes también son susceptibles de politizarse. Recordemos, si no, la visita cargada de promesas de ayuda que hizo el presidente Manuel Prado Ugarteche en Huaraz en 1941, tras haber sido arrasada por el desborde de la laguna Palcacocha. O la “respuesta revolucionaria” que el gobierno de Juan Velasco Alvarado dio a la tragedia de 1970 en el Callejón de Huaylas. Durante el episodio del Fenómeno El Niño de 1998, la exposición mediática de Alberto Fujimori y la forma en la que concentró la toma de decisiones hicieron pensar a muchos que la reelección presidencial operaba tras bastidores.

Pero no siempre las oportunidades brindadas por los desastres son aprovechadas por los políticos. El sismo de Pisco en el 2007 nunca inyectó popularidad al segundo gobierno de Alan García, pues ni la reconstrucción culminó satisfactoriamente ni Pisco se convirtió en la “ciudad modelo” que se había prometido. La “reconstrucción con cambios” aplicada por Pedro Pablo Kuczynski, en respuesta a El Niño costero del 2017, tampoco fue muy eficaz en recuperar las zonas devastadas.

Un desastre puede actuar como visibilizador de injusticias sociales, catalizador de inestabilidad política, generador de coyunturas críticas, legitimidador de una gestión gubernamental (o lo contrario), llegando a veces a afectar a regímenes autoritarios y a democracias frágiles. Más allá de la emergencia, la prevención, la capacidad de respuesta y la gestión del riesgo –conceptos claves en materia de desastres–, vale asumir que el poder, los actores, las coaliciones, la gestión pública, el diseño institucional, entre otros, son elementos políticos que interactúan con los desastres. No entenderlo sería un síntoma de inocencia política que una próxima calamidad no perdonaría.





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Fernando Bravo Alarcón es Sociólogo de la PUCP

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