Ken Rogoff, profesor de Harvard y ex economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI), hace tiempo que viene abogando por la necesidad de eliminar los billetes de alta gradación para acabar con diversas modalidades de “economía subterránea”. En su reciente libro, “La maldición del efectivo” (“The Curse of Cash”, setiembre 2016) ha detallado sus propuestas al respecto.
Su puntería va dirigida no solo contra quienes evaden impuestos y pagan o cobran coimas, sino particularmente contra las mafias del narcotráfico, la prostitución, el contrabando, la extorsión, el tráfico de personas y el terrorismo, entre otras. Son estas bandas las que utilizan y amasan los billetes de alto valor, en tanto son fáciles de transportar, de transar y de esconder.
Consecuentemente, Rogoff propone la eliminación gradual y permanente de los billetes de más alta nominación (y valor), tales como los de 100 dólares, los de 10.000 yenes (casi US$100) y los de 100 y 200 euros (el Banco Central Europeo ya ha decidido eliminar los de 500 euros, los más apetecidos por el submundo). Si bien es una ingeniosa propuesta para desmonetizar selectivamente una economía, tampoco es la panacea para acabar definitivamente con las finanzas mafiosas, aunque sí las obligará a “emplear medios de pago con más riesgo y menos liquidez”.
Para quien no esté informado, tal parecería ser también la propuesta de Nicolás Maduro para el caso de Venezuela. El 11 de diciembre decretó la eliminación de la circulación del billete de más alta gradación, correspondiente a 100 bolívares. Justificó la medida por la guerra económica y la conspiración que grupos de oposición nacionales y foráneos están llevando a cabo contra la república bolivariana, tales como las “mafias colombianas que almacenan el papel moneda para desestabilizar la economía del país” o los “militantes de la oposición, delegados de la embajada gringa en Venezuela”.
Frente a tales ‘argumentos’ caben algunas dudas, teniendo presente que el billete de 100 bolívares prácticamente carece de valor. En primer lugar, nadie en su sano juicio acumularía bolívares en un entorno de alta inflación (este año cercana al 700% y, según el FMI, de 1.660% el 2017) y de aplastantes devaluaciones (solo en noviembre cayó 70% su valor), donde la preferencia iría más bien a dólares u otros activos.
Supongamos, sin embargo, que alguna de estas mafias con un fondo pequeño de US$100.000 quisiera especular con bolívares. Dado que el valor de 100 bolívares equivalía a dos centavos de dólar, tendrían que amasar nada menos que cinco millones de estos billetes, lo que –considerando que cada billete pesa 1,1 gramos– los obligaría a “cargar” un peso de 5.500 kilogramos. Es decir, la organización criminal tendría que contratar a unas 5.000 personas para que adquieran los billetes y un tren de carga para transportarlos.
Así, parecería que la desesperada medida dirigida a cancelar el uso de los billetes de 100 bolívares estuvo dirigida a distraer a la población de la dramática problemática socioeconómica interna y para facilitarle el uso de nuevos billetes de 500 y que, escalonadamente, llegan hasta los 20.000 bolívares (que en teoría podían cambiarse inmediatamente). Pero los nuevos billetes no llegaron, ya que el avión encargado por el Gobierno Venezolano, proveniente de Suecia, fue supuestamente desviado por orden de Estados Unidos, hecho que Maduro consideró el “último coletazo de Obama”. Lo que le costó a Venezuela cinco muertes, colas infinitas y la destrucción de cientos de tiendas que de por sí –y desde hace tiempo– no tenían mayores inventarios de alimentos, medicinas y demás productos de primera necesidad.
Este experimento fallido (como el de la India, iniciado un mes antes y en el que podría haberse inspirado Maduro) es el principio del fin de un gobierno populista ramplón disfrazado de socialista del siglo XXI, en que el elevado precio del petróleo (entre fines del 2007 y mediados del 2014) le permitió gozar de unos extensos carnavales hasta que el precio cayó a la mitad. Una vez más, podría decirse que el petróleo, ese “excremento del diablo” (según Juan Pablo Pérez Alfonzo, “padre de la OPEP”), maldijo a un país que se desbarrancó por su inconsecuente gestión pública y su criolla institucionalidad.