El Gobierno y el Congreso han logrado, aunque precariamente, poner el Estado de derecho en pie, después de que el expresidente Pedro Castillo lo tuviera absolutamente de cabeza.
Aún así, ronda peligroso el proyecto político de una asamblea constituyente que, lamentablemente, la presidenta Dina Boluarte no ha sido clara y tajante en descartar.
La Constitución vigente contempla mecanismos propios de reforma parcial y total de la misma, por la vía exclusiva y excluyente del Congreso, que hace precisamente innecesaria e inútil una asamblea constituyente.
De ahí que quienes la proclaman y promueven no persiguen otra cosa que usarla como un instrumento perfecto para reemplazar el sistema democrático peruano por otro dictatorial y de plazo indefinido, al igual que en Bolivia, Nicaragua y Venezuela.
El Gobierno y el Congreso han convenido en poner asimismo en pie la administración estatal que Castillo convirtió en su relajado botín de corrupción, con efectos altamente destructivos sobre el funcionamiento y la eficiencia de los mismos servicios públicos (salud, educación, seguridad, transportes, justicia, producción, comercio y turismo), atacados violentamente en las últimas semanas por turbas que promueven la renuncia de Boluarte y la reposición del exmandatario.
El esfuerzo de Boluarte y de su primer ministro, Alberto Otárola, por introducir en los ministerios cuadros técnicos y competitivos orientados a revertir la administración mediocre y anárquica de Castillo requiere de algo más: de señales de confianza de un gobierno llamado a completar debidamente su mandato antes de verse a sí mismo en la cuerda floja de tener que acortarlo por contingencias como la de un incierto adelanto de elecciones.
Más allá del imprevisible juego de carrusel por las elecciones adelantadas, el Gobierno y el Congreso tienen la misión de hacer que, por lo menos, los signos vitales del Estado de derecho y de los servicios públicos vuelvan a funcionar y sean respetados; que el crecimiento económico recupere su natural dinámica y confianza; que el principio de autoridad rescate no solo su ejercicio real y efectivo, sino también su voz y acatamiento; y que la paz social, tan indispensable para la convivencia nacional, retorne bajo el imperio de la ley y el orden, que los valores democráticos y de justicia reconocen.
No podemos vivir más tiempo haciendo el ridículo, como nación y Estado, de que nuestra Constitución y nuestras leyes sean alegremente relativizadas y burladas dentro y fuera del país; que nuestra soberanía política y jurídica sea fácilmente puesta en entredicho por quítame estas pajas; y que mandatarios ideologizados e irresponsables como Gustavo Petro de Colombia, Andrés Manuel López Obrador de México y Daniel Ortega de Nicaragua difamen cotidiana y públicamente al Gobierno Peruano, sin que este se atreva, como ya debía haberlo hecho, a adoptar las más drásticas medidas diplomáticas y políticas.
Hemos pasado muy rápidamente de diciembre a febrero del estado de ‘shock’ que nos impuso Castillo durante año y medio al estado de ‘shock’ proveniente de la violencia vandálica que el exmandatario dejó muy bien montada y organizada, y finalmente al estado de ‘shock’ del adelanto de elecciones, de cuyo síndrome aún no logran liberarse quienes están al frente de los dos principales poderes públicos.
Lo que resulta inaceptable es que el Gobierno y el Congreso, llamados precisamente a sacarnos de estos estados de ‘shock’, sean quienes estén padeciéndolos, a causa de la típica debilidad y media voz de nuestra democracia cada vez que tiene que apelar a sus necesarios recursos de autoridad y a los necesarios argumentos de una vocería pública clara, firme y convincente.
Así como la vocería del primer ministro Alberto Otárola fue orientadora y esclarecedora en plena crisis del recambio de poder, ahora reclama tanto mayor respaldo, frecuencia y consistencia que entonces. Se necesita a Otárola más volcado en la práctica a la jefatura del Gobierno y a Boluarte más nítidamente protagónica en la jefatura del Estado. Una división de roles como esta resulta indispensable en una situación de alta complejidad como hoy, pues nos permite garantizar puntos mínimos vitales de articulación y estabilidad política.
Boluarte, Otárola y Williams requieren de una rápida terapia política ‘antishock’ que les devuelva consistencia psicológica y les permita gobernar y legislar con la solvencia que plantea la coyuntura; establecer líneas de autoridad y control básicas, principalmente sobre el orden público y los gobiernos regionales, sin mengua de las autonomías de estos; y comunicar y explicar mejor sus planes y acciones, antes que gobiernos extranjeros y ONG nacionales e internacionales, cual poderes paralelos, persigan impunemente colocar y promover sus agendas propias sobre las del Gobierno y Congreso.
De lo que se trata es de que el Gobierno y el Congreso no pierdan la perspectiva de la defensa de la democracia y del Estado de derecho a manos de la agitación social y de quienes buscan imponernos un proyecto político dictatorial y degradante.