Ha querido la casualidad —con la complicidad de nuestros políticos— que a punto de cumplirse un aniversario más del autogolpe del 5 de abril de 1992, los peruanos nos encontremos nuevamente ante la posibilidad de ver disuelto el Congreso.
Si esto llegara ocurrir, sucedería al menos dentro de los cauces que ofrece la Constitución y no por encima de esta, como fue el caso hace veintitrés años. La diferencia es esencial y no debe dejar de subrayarse.
Pero la constitucionalidad de esta eventual salida no alcanza para disimular una realidad incuestionable: si hoy disolver el parlamento aparece como una opción es porque hemos permitido, e incluso alentado, que la polarización se haya convertido en nuestra forma regular de hacer política.
Podemos admitir que, salvo por contadas excepciones, no sentimos mayor aprecio por nuestros políticos; que los consideramos incapaces de inspirar en nosotros el deseo de construir una sociedad mejor; que, más bien al contrario, despiertan nuestra desconfianza, frustración e impotencia; y que, valgan verdades, no los extrañaríamos ni querríamos reelegirlos si este Congreso terminara por disolverse.
Pero tendríamos igualmente que reconocer que detrás de estos sentimientos se encuentra también la inclinación a querer culparlos de todo y eximirnos de nuestra propia cuota de responsabilidad. Porque no seremos los causantes directos ni principales de esta situación, pero tampoco somos meras víctimas de un clima político que hemos contribuido a generar y que cada día ayudamos a mantener.
Basta con ver cómo nos disputamos los espacios en la vía pública; cómo nuestro racismo obliga a un futbolista profesional a abandonar la cancha; o cómo buscamos descalificar entre burlas y agravios en las redes sociales a quienes no piensan como nosotros. ¿No notamos acaso la relación entre todo esto, el intento de revocatoria a la ex alcaldesa y la actual posibilidad de cerrar el Congreso?
Favorecemos permanentemente un ejercicio de la política que elige la confrontación por encima del diálogo; que busca ridiculizar, satanizar o destruir al contrario; y que parece aspirar a un escenario en el que no haya mayor necesidad de negociar ni conceder. Un escenario, como es evidente, que pone de manifiesto lo vulnerables que todavía somos a nuestro arraigado impulso autoritario.
A diferencia de lo que ocurrió con los últimos gobiernos democráticos del siglo anterior, ninguno de los presidentes elegidos en nuestro país durante este siglo ha contado con una indiscutible mayoría parlamentaria. A pesar de la ausencia de precedentes, y de la falta de una tradición de diálogo en la que podamos apoyarnos, hemos conseguido que el poder pase por tres gobiernos distintos sin interrupciones autoritarias.
Es un logro importante, pero claramente insuficiente. Ahora que las debilidades de nuestra incipiente democracia vuelven a hacerse obvias, vale la pena preguntarnos qué tipo de tradición queremos alimentar, si la de disolver o la de dialogar.