En el mes de abril de 1983, con hachas, machetes, cuchillos y armas de fuego, atacaron sucesivamente Yanaccollpa, Ataccara, Llacchua, Muylacruz, culminando en el pueblo de Lucanamarca. Asesinaron a 69 campesinos, niños y ancianos incluidos. En julio de 1984, tomaron por asalto un bus y en cada parada asesinaron comuneros: Sontohocha, Pallca-Chalapuquio, Badopampa, Sayropampa, Doce Corrales, Yanama, Palachapampa y Soras. Sumaron 117 muertos.
Mataron a 891 niños. A muchos otros los reclutaban a la fuerza y los llamaban ‘pioneros rojos’. Una de las formas más monstruosas de usarlos fueron los ‘niños-bomba’: les entregaban cartuchos de dinamita con la mecha encendida para arrojarlas a los ‘objetivos’. En no pocos casos, la dinamita explotó antes de tiempo.
El padre Franz Windischhofer, la hermana María Agustina Rivas, la religiosa Irene McCormack, los franciscanos Michal Tomaszek y Zbigniew Strzalkowski, y el misionero italiano Alessandro Dordi tienen en común haber sido asesinados salvajemente.
Los fieles y pastores de las iglesias evangélicas asesinados, en sus templos o en sus comunidades, son muchísimos. Los de la Asamblea de Dios, los pentecostales y los presbiterianos fueron los más afectados.
También se ufanaban de hacer ‘limpieza social’. En uno de tantos casos, en setiembre de 1988, en Pucallpa, convocaron a periodistas para que filmasen cómo diez personas, entre homosexuales, prostitutas y drogadictos, eran asesinadas.
Súmese que todo tipo de autoridades fueron sus víctimas, desde las más humildes en los pueblitos hasta las más encumbradas. Por supuesto, cientos de militares y policías, solo una pequeña minoría de ellos en combate franco. Agréguese a sindicalistas, dirigentes sociales, pequeños o medianos propietarios, empresarios, militantes de partidos políticos y tantísimos otros.
El genocida cayó preso 12 años después de iniciar unilateralmente una lucha armada que desencadenó el período más violento de nuestra historia. Murieron casi 70.000 peruanos y generaron una lógica de terror en la que el Estado muchas veces también se embarró.
Estando ya en prisión, se acobardó y buscó un ‘acuerdo de paz’, fruto del cual él debía salir libre. No lo logró y buscó nuevos caminos. Primero, a través de Socorro Popular, brazo jurídico de Sendero Luminoso. Luego, y finalmente, en el 2008, desde su celda, fundó el Movadef con el objetivo de hacer ‘política’ mientras superaban el ‘recodo en el camino’, como él calificó su captura.
De su puño y letra escribió que esta organización de fachada se adhiere o guía por el “marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo”.
El Movadef buscó inscribirse como partido en el 2011, pero el Jurado Nacional de Elecciones (JNE), acertadamente, lo impidió.
Recién en el 2017, Abimael Guzmán empezó a recibir buenas noticias. El Conare-Sutep, con el apoyo político del Movadef, se reunificó en torno de Pedro Castillo para la violenta huelga de ese año. Fracasaron, sin embargo, en su intento de apoderarse del Sutep y, dirigidos por Castillo, formaron un nuevo sindicato, el Fenatep, con abundante presencia del Movadef. Como se sabe, este fue reconocido en la primera semana de gestión del ministro de Trabajo Iber Maraví, sindicado por la Dircote como mando de Sendero Luminoso en Ayacucho y responsable de diversos atentados. Ahora trabajan con el objetivo de formar un nuevo partido que consiga lo que el Movadef no pudo en aquella ocasión.
En sus últimos días, Guzmán debió enterarse de la visita de uno de los fundadores del Movadef, César Tito Rojas, a la Presidencia del Consejo de Ministros, dándole al asesino en serie una postrera satisfacción.
¿Cuán poca memoria puede haber para que esta realidad no sea condenada activamente por la sociedad organizada? ¿Para que en el Congreso haya tanta ligereza y lentitud para abordar los graves hechos descritos y hacer la sanción política que corresponde a los exponentes más ofensivos de ese enamoramiento con la violencia? A saber, Guido Bellido e Iber Maraví.
Es cierto que, en el caso de los jóvenes, la falta de educación cívica sobre lo vivido en esos trágicos años es parte de la explicación de la pasividad. En el de los mayores, el permanente uso del ‘terruqueo’ por parte del fujimorismo y la extrema derecha en general le quitó credibilidad a las primeras denuncias y les permitió ganar elecciones.
Pero hoy no caben dudas de la veracidad de lo que acontece. Y el agua tibia o el silencio de tantos, sea por indiferencia, conveniencia o temor, es ominoso.
Hay incluso quienes salen a decir que, con el fin de Guzmán, el Movadef ya no es una amenaza. Yerran: lo son por lo que hicieron y por las ideas que quieren poner en práctica, por una vía o por la otra.
Es una traición a la memoria de tantos. Muy en especial a la de los campesinos más pobres de los Andes que, por lejos, fueron las principales víctimas de la tragedia que desencadenó el inicio unilateral de la ‘guerra popular’ contra un Perú que recobraba la democracia.
Si no somos capaces de construir memoria colectiva y sancionar penal, política y moralmente con toda la energía a quienes tanto daño le hicieron a nuestra patria, corremos el riesgo de que, bajo nuevas formas, la historia termine repitiéndose.
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