Augusto Townsend Klinge

Después del triunfo del el martes pasado en la elección presidencial en ., se está produciendo un debate muy intenso en el para tratar de explicar cómo así perdieron frente a un candidato que venía de ser declarado culpable de 34 delitos y que además representa –indubitablemente, para ellos– un peligro existencial para la democracia estadounidense.

En otro lugar he explicado en extenso por qué esta segunda presidencia de Trump es mucho más peligrosa que la primera, considerando que va a asumir el poder con una probable mayoría en las dos cámaras de , con una fuertemente inclinada hacia su lado, y con una prensa que él mismo contribuyó significativamente a debilitar. Es decir, con escasos contrapesos.

Pero aquí me quiero detener en un comentario que hizo el analista demócrata poco antes de la elección: “Si los progresistas [entiéndase, los del Partido Demócrata] tienen una política que dice que todas las personas blancas son racistas, que todos los hombres son tóxicos y que todos los billonarios son malvados, es un poco difícil mantenerlos de tu lado [...]; si estás persiguiendo gente para ahuyentarla de tu partido, no puedes molestarte cuando se van”.

La derrota de parece estar en alguna medida relacionada no tanto con insuficiencias suyas como candidata, pues tuvo –diría– una campaña mejor de lo que se esperaba, sino con el rechazo de un sector no menor del electorado estadounidense –notoriamente, los votantes de ascendencia latina– a los excesos de la política identitaria que ha definido a los demócratas en estos últimos años.

La política siempre va a ser identitaria: nuestras preferencias ideológicas nos definen como personas. Eso es perfectamente normal. El problema surge cuando lo que nos identifica políticamente no son nuestras ideas o cómo las sustentamos, sino alguna característica –a veces, incluso inmodificable– que alguien más utiliza para asociarnos a un grupo y decir que somos indistinguibles de cualquiera de sus otros integrantes.

En su versión más extrema, la política identitaria culpa al grupo –la categoría– de las atrocidades que puedan cometer algunos de sus miembros o los hace a todos responsables de no rebelarse ante el statu quo, que puede ser el de un sistema estructuralmente discriminatorio que los privilegia.

Este último es un punto válido: sí hay una responsabilidad moral individual de enfrentarse a la injusticia, incluso o sobre todo cuando uno es el beneficiado. Pero la forma de convencer a alguien de que asuma ese compromiso no es hablándole desde la superioridad moral, por más que uno sienta que defiende una causa justa, ni achacándole culpas que no son suyas.

Por cierto, los conservadores también han incurrido tradicionalmente en esto, solo que con argumentos más religiosos que seculares. Pero estamos saliendo de una fase en la que el autoseñalamiento de la virtud propia (‘virtue signalling’ en inglés) ha sido mucho más marcado en el frente progresista. Y ha causado no solo fatiga, sino también la percepción en muchos electores de clase media o baja de que las prioridades políticas de un partido como el Demócrata se han ido alejando consistentemente de las suyas para mimetizarse más con las de las élites citadinas.

Y eso explica en alguna medida la derrota de Kamala Harris en EE.UU. Los demócratas van a tener que reaprender una lección muy importante en la política: aun cuando uno esté convencido de que tiene la razón, a los discrepantes se les tiene que persuadir desde la humildad. El que intenta hacerlo desde un pedestal, viendo siempre la viga en el ojo ajeno, mas nunca en el propio, solo va a lograr el aplauso de quienes ya están de su lado. Y comprenderá su error cuando vea que no son suficientes para ganar una elección.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité y cofundador de Recambio

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