Las transiciones que siguen a la caída de presidentes por renuncia, vacancia o destitución del cargo, no tienen que resolverse necesariamente y siempre con los consabidos recursos políticos de nuevas renuncias, nuevas elecciones o nuevas constituciones.
Cada crisis política, además, dispone de sus propios mecanismos legales y constitucionales ‘ad hoc’ para salir de ella.
Habiendo salido como hemos salido de la desastrosa y peligrosa gestión de Pedro Castillo, la presidenta Dina Boluarte no tiene simplemente que llegar al 2026 porque así lo acuerda su mandato constitucional, sino con una acción de Gobierno y Estado que le devuelva seguridad, confianza y predictibilidad al país, con una clara y firme iniciativa de reformas políticas de la mano del Congreso y con la voluntad concertada por un futuro cambio de mando democrático bajo condiciones electorales de la mayor transparencia y credibilidad.
Sería realmente decepcionante recorrer un largo trayecto de tres años para encontrarnos con más de lo mismo.
No deja de generar expectativa, por ejemplo, la propuesta de Boluarte de relanzar el Acuerdo Nacional, tan venido a menos precisamente por el carácter no vinculante de sus “acuerdos”. Buscar espacios de diálogo, debate y entendimiento, como este, bajo la dominante y corrosiva confrontación que caracteriza la vida política nacional, ya es de por sí una buena y sorprendente causa.
No deja de levantar expectativas, igualmente, la convocatoria presidencial a un respetable grupo de juristas, atendiendo todos ellos al valor de su trabajo (a diferencia de aquellos otros que atendieron al precio de los suyos, bajo los regímenes de Martín Vizcarra y Pedro Castillo), para plantear una hoja de ruta de necesarias y urgentes reformas políticas, a la luz de una institucionalidad democrática en marcada regresión.
De modo que hay una agenda política excepcional de peso de la que tendrá que ocuparse Boluarte los próximos tres años, como jefa del Estado y por encima de la tensa y compleja gobernabilidad del día a día.
Ya sabemos las consecuencias de correr detrás de elecciones inmediatas, como las que apuraron a Toledo en el 2000 y el 2001 antes de que se le pasara la hora del antifujimorismo, o como las extraordinarias que apuró también Martín Vizcarra, en enero del 2020, para elegir, bajo el mismo ímpetu antifujimorista, un nuevo Congreso, que, oh ironía fatal, terminaría vacándolo.
Si para tiempos de normalidad me he permitido aconsejar, más de una vez, la necesidad de un reparto de facto de roles entre la jefatura de Estado a cargo de la presidencia y una jefatura de Gobierno a cargo del primer ministro, en tanto no tengamos la urgente reforma que requiere el ámbito del Ejecutivo, repleto de competencias cruzadas y confusas, con mayor razón esta división política de trabajo viene como anillo al dedo en tiempos de transición como el presente.
Así podemos tener a Alberto Otárola o a quien vaya a sucederlo –si se diera el caso– en el gobierno del día a día, como en efecto ya lo viene haciendo, al mismo tiempo de dar, en los hechos y en la práctica, más sustento a su función de primer ministro o de jefe nato del Gabinete ministerial. Algo a lo que tendríamos que acostumbrarnos para garantizar mayor estabilidad política en el poder.
Recuérdese que, si algo salvó a Toledo de sus aprietos de gobernabilidad, fue la buena elección y ejecución de sus primeros ministros: Roberto Dañino, Luis Solari, Carlos Ferrero, Beatriz Merino y Pedro Pablo Kuczynski. Contra su tendencia a concentrar el poder en un solo puño, el suyo, Alan García ensayó hacer lo mismo, pero por poco tiempo, con Jorge del Castillo como primer ministro. Más allá de estos experimentos interesantes en la línea de nuestra reflexión, hemos tenido respetables primeros ministros, pero más en función de coordinadores y secretarios; y, con Castillo, lamentablemente, de mayordomos.
El sistema político peruano que está hecho hace mucho tiempo de piezas sueltas gubernamentales y legislativas por todos lados, sin que ninguna pueda encajar en otra, requiere de reformas puntuales que mejoren la calidad del Congreso y los partidos por la vía de la representación uninominal; refresquen de eficiencia y confianza el sistema electoral y pongan orden en la gestión pública con un gobierno central y gobiernos regionales bien gerenciados y una administración estatal que de veras preste un servicio útil y decente.
No estamos aún para exhibir gobernabilidad de primera línea como en el primer y segundo mundo. Pero hacia ese objetivo tenemos que marchar con los recursos que tenemos y con los nuevos e innovativos que se requieran.
Finalmente, Boluarte y Otárola saben qué hacer y qué no hacer, en materia de Estado y Gobierno, para conseguir, en el 2026 o antes, el ingreso del Perú en la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), privilegiado club de los países emergentes en el que ya están Colombia, Chile, México y Costa Rica.