La opinión pública está muy involucrada en la discusión de la propuesta de Unión Civil de parejas del mismo sexo. Hay opiniones a favor y en contra, algunas intolerantes, es verdad, pero lo importante es que por fin se discuten ideas en el país, y mejor aún, de ruptura, por encima del habitual pleito político y de personas, destructivo y de figuración personal.
Paralelamente, a nivel mundial, dos nuevos temas han sido planteados por el Papa Francisco, ambos a bordo del avión papal y que, por sus consecuencias, deberían ser también materia de una apasionada discusión similar a aquella de la Unión Civil. Dijo el Papa primero, a diez mil metros de altitud: “¿Quién soy yo para juzgar a los homosexuales?”, y rectificó con ello la larga tradición de condena a la homosexualidad, presente desde el Levítico hasta las epístolas de San Pablo y castigada por siglos con el tormento y la hoguera. Ello se apoyaba también en la lógica de San Agustín y fue aplicada cruelmente en el siglo XIII a los Caballeros templarios (guardianes de Jerusalén) acusados, entre otras cosas, de practicar el “beso diabólico” entre hombres, aunque en realidad el objetivo fuera apoderarse de sus riquezas.
Ahora, durante otro vuelo, Francisco ha señalado: “El celibato sacerdotal no es un dogma y puede ser discutido”. Esta idea tiene consecuencias que van mas allá de lo dicho, pues si los sacerdotes pueden casarse, dejarán de estar unidos de manera exclusiva con la iglesia. Además, el matrimonio reconocería de facto la igualdad entre los cónyuges, por lo que una mujer podría también consagrar el pan y celebrar la misa y por lo tanto podrían ser “obispas” y por qué no, papisas, como lo fue subrepticiamente la Papisa Juana en el año 855 tal vez bajo el nombre de Benedicto III, aunque luego fuera condenada como herética.
La vieja norma romana establecía: “Lo que dijiste con tu boca, eso es” y lo dicho por el Papa tiene consecuencias irreversibles. Pero lo importante es que, por primera vez, un asunto de derechos civiles nace desde el interior de la iglesia al contrario de lo ocurrido en la historia en la que, por siglos, los avances en la materia que se gestaron y desarrollaron en la sociedad, debieron imponerse a la iglesia después de largos debates. Así sucedió con el reconocimiento del matrimonio civil, con el divorcio, con la abolición de la esclavitud e inclusive con la tenencia de alma por los indígenas del Nuevo Mundo. Si ahora el papa evita “juzgar la homosexualidad”, evita por consiguiente condenar la vida en común de dos personas del mismo sexo. Lo demás es solo cuestión patrimonial o del poder de la pareja para representarse mutuamente en todos los actos.
Para algunos, estas propuestas son la forma de tomar la iniciativa en un mundo que mayoritariamente no es católico. Según los últimos datos, las personas bautizadas en el mundo son 1.249 millones sobre un total de 7.200 millones, es decir, 17%; y, de este, casi la mitad es latinoamericano. Puede ser que el Papa, con sus iniciativas, busque abrir su iglesia para evitar que ella se convierta en una religión regional, lo que restaría universalidad al mensaje de Cristo. En todo caso, para el enriquecimiento de la razón humana, lo importante es que se discutan ampliamente los temas de fondo.