“No he tenido el valor para escribirte desde que supe la crueldad con que te trató el villano Vivanco. Hoy lo hago con el pequeño desahogo de haber vengado en parte los ultrajes que te infirieron”. Así el mariscal Domingo Nieto inició la carta enviada a su esposa, María Solís, tras la cruenta batalla de San Antonio (1843). Cabe recordar que dicho enfrentamiento, ocurrido en Tacna, marcó el punto de inflexión del régimen directorial y la consolidación política de la facción del Ejército comandada por Nieto. Además de ser un hito importante en la carrera del veterano de Ayacucho, el encuentro con las fuerzas vivanquistas significó la reivindicación del honor de su esposa, quien era políticamente activa. “Saluda a toda la familia –anota Nieto en la parte final de la misiva–, y consuélate con la idea de que tu esposo se sacrificará todo entero por dejarte vengada y castigar cual corresponde a ese ingrato y malvado”.
El Ejército es un actor político con experiencia bicentenaria y, sin embargo, es poco lo que se conoce sobre su ideología y sus prácticas. Conceptos romantizados como el honor siguen movilizando a los que celebran anualmente la muerte de sus héroes. Esto pese a que muchos de ellos se inmolaron como consecuencia de un abandono estatal que no se reconoce y menos se discute abiertamente. En un universo complejo donde la línea divisoria entre lo público y lo privado siempre fue tenue, la jerarquía militar, el espíritu de cuerpo y los códigos de silencio –descritos magistralmente en la novela “La ciudad y los perros”, de Mario Vargas Llosa– forman una manera peculiar de ser y de actuar.
La posición del presidente Ollanta Humala resguardando el honor de su esposa –una política con fuerza e iniciativa propia– se inscribe en una tradición caballeresca y protectora de los valores familiares. Hay que tener en cuenta que en el siglo XIX un militar debía contar con el visto bueno de su superior para contraer matrimonio. Sin embargo y más allá de ello, lo que preocupa de esta visión paternalista de la política es que en el camino se ataca a mujeres que no solicitan apoyo masculino porque ellas saben cuidarse solas. Palabras como ‘balbuceante’, que infantiliza a la congresista Marisol Pérez Tello, o ‘vedetismo’, que denigra a la procuradora Julia Príncipe, dan cuenta de una cultura política que cuida a la mujer propia y desprecia a la ajena.
La política peruana es brutal, y quienes participan en ella deberían saberlo. Otra lección por aprender es que la democracia demanda de la responsabilidad individual y no del viejo espíritu de cuerpo “protector” de los más “débiles”. Por otro lado, el nuevo escenario de la revolución del conocimiento obliga a reconocer que en el Perú los combates por la libertad –incluida la femenina– ocurrieron en la prensa. Y que, en términos de expansión comercial, poseemos una tradición que se remonta a Hipólito Unanue, quien avizoró a China como un mercado potencial para un país preñado de recursos como el Perú.
En resumen, junto a la espada que brilló en Ayacucho, existe una reserva intelectual crítica de estirpe cívica. De esta tradición proviene la idea de una República en que todos los ciudadanos –incluida la esposa del jefe de Estado– son iguales ante la ley.