En los setenta estuvo de moda. Una moda que nos costó mucho. Nos atrasó. Derrumbó nuestro PBI. Nos tomó décadas recuperarnos.
Son de esas modas dañinas y que pueden convertirse en desastrosas. Se llamó “sustitución de importaciones”. Su premisa de partida: la planificación estatal puede descubrir mejor que es bueno producir. Para ello se cerraron las importaciones y se buscó orientar a la industria nacional para que produjera todo lo que necesitábamos. Los consumidores fueron privados de su derecho a elegir bienes producidos en otros países. Y las empresas fueron receptoras de privilegios y protecciones de todo tipo.
El resultado: pérdida de competitividad, ineficiencia galopante, desperdicio de recursos públicos y privados, colapso de nuestra economía. El mercantilismo pudo capturar fácilmente la estructura estatal que repartía privilegios. Vino entonces una redistribución perversa de recursos a favor de industrias ineficientes.
La palabra clave fue ‘diversificar’. Se buscaba un aparato productivo más diverso. El resultado fue un desastre.
Hoy la moda regresa bajo otro nombre, con otros énfasis y herramientas, es cierto. Pero bajo el mismo principio: la planificación estatal puede descubrir mejor qué es bueno producir.
Ahora se busca que el Estado oriente al aparato productivo. No para decidir qué consumiremos, sino para decidir qué exportaremos. Se asume que el Estado sabrá mejor quiénes deben ganar en la competencia.
No quiero que se me malinterprete. La diversificación puede ser buena. Pero el camino a ella es un proceso espontáneo de descubrimiento continuo, en el que la interacción entre los consumidores y los proveedores va revelando qué debe producirse y qué no.
Las respuestas a las preguntas “¿Qué producir?”, “¿cómo producir?” y “¿a qué precio producir?” no son sencillas. Se requiere de gran cantidad de información. Miles de millones de consumidores deciden todos los días qué quieren y cómo lo quieren. A su lado cientos de millones de proveedores tienen que encontrar caminos para identificar tales preferencias y descubrir si están o no en capacidad de satisfacerlas. Los mercados permiten, bajo interacción continua, descubrir, de manera descentralizada, la respuesta a tales preguntas. Y ello porque todos somos diferentes en gustos, preferencias, necesidades y capacidades.
Planificar centralmente significa concentrar volúmenes inmensos de información y procesarla. Los mercados hacen lo mismo a través de miles de millones de decisiones. No es necesario que alguien sepa todo. Basta que cada uno sepa lo que necesita saber. Los intercambios voluntarios se encargan del resto.
Se dice que los países desarrollados son los que se diversificaron. Pero qué fue primero: ¿el huevo o la gallina? ¿Son desarrollados porque se diversificaron o se diversificaron porque se desarrollaron? Sin duda el desarrollo cambia tu estructura de ventajas comparativas. El desarrollo mejora el capital humano, mejora la tecnología, aumenta la inversión, cambia las preferencias. La diversificación espontánea, siguiendo las preferencias de los consumidores y las capacidades de los proveedores es saludable. La injertada desde arriba no lo es.
El Gobierno ha declarado el 2015 como el Año de la Diversificación Productiva y del Fortalecimiento de la Educación. Fortalecimiento de la educación sin duda.
Pero si lo que queremos es una diversificación real, natural, sana, el Estado debe concentrarse en destrabar los trámites burocráticos que ahogan las iniciativas privadas y mejorar la infraestructura. Para que la producción se diversifique debemos liberar las oportunidades y eliminar cuellos de botella. Este 2015 debió llamarse Año de la Desburocratización, del Cierre de la Brecha de la Infraestructura y el Fortalecimiento de la Educación. Pero lo que han hecho es poner la carreta delante de los bueyes.