Aproximadamente trescientos cincuenta años antes de Cristo, el maestro taoísta Zhuangzi ubicó en el segundo capítulo de su manuscrito, titulado “La igualdad de las cosas”, uno de los relatos cortos más celebres de la historia:
“Chuang-Tzu soñó que era una mariposa, que revoloteaba alegremente. Cuando despertó, no sabía si había soñado que era una mariposa, o si era una mariposa que soñaba que era Chuang-Tzu”.
El mundo de los sueños ha sido para la humanidad uno de los primeros espacios para separar umbrales de diferentes tipos de realidad. El espacio onírico ha sido para distintas culturas un espacio intercambiable con el mundo de los despiertos, un espacio de predicción o un espacio de símbolos proclives a ser analizados.
Cuatrocientos años después de Zhuangzi, Augusto Monterroso presentaba la improbable continuidad entre sueño y mundo real en una de las ficciones (importante aquí enfatizar que es una ficción) más cortas jamás escritas, titulada “El dinosaurio”: “Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
El arte lo explica mejor que la antropología: toda sociedad define sus propios conceptos de realidad. Por ejemplo, en Occidente la realidad está estrictamente limitada a lo que percibimos en estado de vigilia, lo que podemos medir, comprobar y conocer por sus principios y sus causas.
Esta limitada definición de ‘lo real’ nos ha privado de la magia, de los duendes, las hadas y las sirenas. Muchas sociedades tienen conceptos más amplios de realidad y conciben como tal no solo lo que los individuos perciben en vigilia, sino también en sueños, en premoniciones y en estados alternos de consciencia. Así, conviven en nuestro mundo sociedades con mayores posibilidades de explicar cosas que de otra manera serían inexplicables.
Esta obsesión científica de descartar lo no medible del plano de lo real también ha relegado actividades de la mente que son percibidas como “poco prácticas”. En Occidente, la ilusión sin objetivo es percibida como limitante y procurarnos encaminar nuestro pensamiento a esa fijación con la “productividad” que tiene el mundo moderno.
Sin embargo, creo que la ilusión, tan temida como improductiva por nuestra sociedad, ha pasado a ser un bien de consumo que circula de manera masiva en nuestra vida. Quisiera ver tres ejemplos que me parecen importantes para entender el rol de la ilusión en el mundo moderno. Uno es en la comunidad que formamos en Internet, el otro en el consumo y el tercero es la manera como hemos aprendido a relacionarnos con los demás.
Arjun Appadurai sostiene que con la irrupción de las tecnologías de comunicación se han generado comunidades de consumo y emoción donde la verdad es construida de acuerdo con las proyecciones de cada grupo. Así, con nuestro consumo de imágenes –ya sea a través de la televisión, del Facebook o de periódicos– tenemos una construcción de nuestra propia realidad que curiosamente se vuelve ilusoria. Los mensajes, las fotos, los videos y las imágenes que circulan en nuestras pantallas cual fotos y notas compartidas de nuestro álbum personal hacen que formemos una comunidad más imaginada que real. De ahí que, por ejemplo, en el fuero ciberespacial de muchos de nosotros era absurdo que se diera el ‘brexit’ en el Reino Unido, el No en Colombia y la victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Nuestro entorno en las redes había construido con nosotros una burbuja de realidad que no coincidía con los votantes.
El segundo aspecto es el de la ilusión como bien de consumo. Es decir, la publicidad nos vende una forma de vida y no un producto y, como lo afirma Zygmunt Bauman, “todas las ideas de felicidad acaban en una tienda”. Esto lo vemos claramente en la publicidad que vende no productos sino formas de vida y felicidad con apariencia europea.
En un reciente libro del Instituto de Estudios Peruanos titulado “Solo zapatillas de marca”, Francesca Uccelli y Mariel García Llorens hacen un estudio del consumo de jóvenes peruanos y encuentran que el consumo de ropa de marca y dispositivos electrónicos genera una suerte de ilusión estructurada de pertenecer a una cultura juvenil global y a una clase media local. Así, las autoras encuentran en este novedoso estudio de las subjetividades cómo en nuestra ciudad la ilusión de la distinción, el estatus e incluso la inclusión se construyen en un universo de consumo y exhibición social.
El tercer aspecto está relacionado a la idea que tenemos de nosotros mismos. Una de las máximas consecuencias de la Revolución Francesa fue el nacimiento del individuo tal como lo conocemos. Al dejar de estar predestinados por nuestra posición social al nacer, somos hijos de una revolución que nos dio la ilusión de libertad y de ser actores centrales en la vida.
La ilusión de ser un actor central en torno al cual gira el público o los demás actores genera un gran temor al “qué dirán” o a suponer que un profesor nos odia y quiere desaprobarnos, o que los demás están pensando permanentemente en algo que hicimos y que consideramos ridículo. Sin embargo, esta ilusión de ser el “centro de la vida de las otras personas” también es compartida y en el fondo todos estamos esperando la aprobación de los otros o temiendo la censura de los demás.
Siento que la ilusión en la vida moderna y en los tres aspectos que he mencionado está íntimamente relacionada a nuestro miedo a no ser aceptados o queridos en una sociedad que fomenta el individualismo y la autonomía. A su vez, sentimos vergüenza o expectativa frente a los demás buscando aprobación adjudicando que nos prestan una atención que, debemos reconocer, es una ilusión.
Me gusta la ilusión pero la mayoría de las veces me pierdo en ella. Sin embargo, como occidental sé que está ahí para guiar las acciones y no para reemplazarlas. Es como la constelación de la Cruz del Sur que ha servido durante miles de años de guía a los que se aventuraban a caminar de noche en el campo.
Termino nuevamente con un fragmento literario, convencido de que el arte siempre explica mejor las cosas que cualquier otra disciplina. Calderón de la Barca en 1635 articula una serie de perspectivas que asociaban a la vida como una suerte de sueño permanente a partir del magistral monólogo de Segismundo que termina así:
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Hace ya muchas lunas, cuando estudiante escolar, este texto me emocionó y me dirigí a mi profesor de Literatura, Washington Bustamante, para desafiarlo con una afirmación: “Supongamos que la vida es sueño… ¿Para qué estudiar tanto si al final estamos soñando?”.
En esos momentos mi profesor estaba pasando notas, cuando eso se hacía a mano, en listas llenas de cuadraditos. Sereno, levantó la mirada y me dijo: “Para no convertir ese sueño en pesadilla”. Bajó la mirada y siguió pasando notas, sonreía.