Aunque en cierta forma resultaba previsible, no ha dejado de ser conmovedor el espectáculo de estos días de un ministro de Economía inmolado en la hoguera de la reforma fiscal. Y es que pocas cosas deben ser más delicadas en el arte de gobernar que meter mano en el esquema tributario. En la historia, estas aventuras han terminado frecuentemente en guerras (recuerden la del salitre, cuando el gobierno boliviano de Hilarión Daza decretó el aparentemente nimio impuesto de los diez centavos), revoluciones (la que terminó con la independencia de Estados Unidos, a raíz del impuesto al té) o en el derrumbe de un régimen (como en Francia de 1789).
“Los reyes viven por la hacienda, pero también mueren por ella” fue un aforismo con que en el pasado se reflejó esa tensión entre el deseo de los gobernantes por aumentar sus ingresos, y la resistencia de la población a alimentar ese tesoro, al mismo tiempo público y ajeno. Para lidiar con los asuntos “de hacienda” es que, un par de siglos atrás, fueron inventados los economistas, pero el componente político que al inicio tuvo la ciencia económica, con el tiempo fue siendo obviado en aras de un saber cada vez más técnico y, supuestamente, científico.
Los mejores esquemas tributarios son aquellos que gozan de estabilidad y predictibilidad a lo largo del tiempo; en los que ninguna novedad puede sorprender o infundir zozobra entre las personas; pero a la vez ocurre que periódicamente se vuelve necesario actualizar el esquema fiscal. Debido al propio desarrollo económico y social los gastos de los gobiernos se van volviendo mayores y más complejos (la así llamada ley de Wagner), el sistema fiscal vigente va siendo perforado por leyes de exención o maniobras de elusión que, con el paso del tiempo, van perfeccionando los agentes económicos, a la vez que aparecen nuevas formas de enriquecimiento no previstas por la ley.
Pero sea porque en nuestro Perú el talento fiscal haya escaseado, o porque los gobernantes se hayan mostrado comprensiblemente timoratos a la hora de ponerle el cascabel al gato, las reformas fiscales importantes y enérgicas solo han sucedido cuando no hemos tenido de otra. Por ejemplo, tras la guerra del salitre, cuando fiscalmente el Estado quedó tan desnudo como un recién nacido, o tras la tremenda crisis económica y política de finales de los años ochenta del siglo pasado, en los que el terrorismo, la hiperinflación y la recesión económica aminoraron los riesgos de hacer un cambio, porque parecía que ya casi nada podía ser peor.
En el Perú, como decía Manuel Pardo, nuestro primer presidente civil, existe horror al impuesto, una especie de “tributofobia”, cuyo origen haríamos bien en escarbar. Tal vez fue el legado del tributo indígena colonial, que degradaba socialmente a quienes lo pagaban y era arrancado bajo la amenaza del látigo, la expropiación de bienes o la prisión. El hecho es que desde entonces los peruanos parecemos haber asociado tributo con opresión, arbitrariedad y tiranía. Después de que el buen Ramón Castilla aboliera el infamante gravamen en 1854 ha sido muy difícil volver a imponer una contribución directa en el Perú.
Lo que en dicho momento no apreciamos bien los peruanos es que pudimos despedir de la historia al malhadado tributo gracias a que las aves guaneras hacían su trabajo desde el cielo, pero cuando esa lluvia bendita terminó, y el proyecto de reemplazarla con el salitre naufragó, con mucha pena y alguna gloria, en los campos de San Francisco y Alto de la Alianza, teníamos que reconciliarnos de alguna manera con los malditos impuestos. En la posguerra echamos mano de los impuestos indirectos; aquellos que gravan, no nuestros ingresos sino nuestros consumos, y por lo mismo no se perciben tan opresivos ni se pagan de forma, digamos, consciente. Los derechos de aduanas pagados por las importaciones y los impuestos sobre las bebidas alcohólicas, el tabaco, el opio, la sal, el azúcar y los fósforos nutrieron nuestro tesoro fiscal hasta 1915, momento precioso en que se introdujo lo que vendría a ser el origen del Impuesto a la Renta en el Perú.
Como no podía ser de otra manera, la medida se tomó en medio de una ardorosa polémica, pero la introducción fue posible porque los únicos que terminaron gravados con el impuesto fueron los exportadores, que eran muy pocos y en esa coyuntura disfrutaban de ganancias extraordinarias, fruto de los altos precios de las materias primas desatados por la Primera Guerra Mundial. Quedó para las décadas siguientes la dura tarea de extender el al resto de la población. Esto fue sucediendo a cuentagotas, a medida que se extendió el empleo formal con relativamente buenos salarios en el país. A la población sin empleo o negocios formales solo se le podía gravar con impuestos indirectos, como los que hoy se han enfilado contra los combustibles y las bebidas no alcohólicas.
Los impuestos directos (aquellos que gravan nuestros ingresos) son preferibles en las repúblicas modernas. De un lado, porque permiten una mayor justicia tributaria, cargando más a quienes gozan de mayores rentas; de otro, porque al ser el gravamen más visible el contribuyente es más consciente de su aporte fiscal y de ordinario se transforma en un celoso vigilante del gasto del Estado y un activo demandante de servicios públicos que estén a la altura de sus contribuciones. Claro que al Estado no le conviene contribuyentes celosos y demandantes, por lo que prefiere los impuestos indirectos o al consumo. Los impuestos directos, por otra parte, son más difíciles de recaudar, ya que exigen una economía dominada por relaciones formales y un aparato estatal bien informado y alerta.
Desde la guerra del salitre los impuestos indirectos han dominado las finanzas de nuestro Estado en demasía. La relación entre los que ellos recaudan y lo que resulta de los impuestos directos es hoy casi de dos a uno. En vísperas del bicentenario de la independencia deberíamos hacer un esfuerzo por equilibrar la balanza entre estos dos tributos, que un primer ministro británico caracterizó en el siglo XIX como dos hermanas bellas y vivaces a las que hay que atender con igual esmero e interés.