El mundo de la tecnología ejerce una seducción innegable que tiene que ver con el poder que transfiere a quien la sabe usar de manera correcta, un poder que en nuestro tiempo se camufla en lo cotidiano.
Ya no nos cuestionamos el uso de tal tecnología o artefacto porque es parte de nuestra vida misma en lo más esencial. Eso es lo que está pasando con el producto natural de nuestra interacción en los espacios digitales en los que transitamos: dejamos huella y transamos de todo bajo un formato único llamado datos digitales.
Hoy en día, lo cotidiano son los muchos datos digitales que generamos y que, por ello, pasan desapercibidos, hasta que su mal uso nos afecta. Cabría indicar que la última gran tecnología habilitante que estamos viviendo –la inteligencia artificial– no tendría el vertiginoso despliegue que está experimentando si no hubiéramos recalado en un estado de la humanidad que muchos denominan como la sociedad del dato (‘data society’) o la economía del dato (‘data economy’).
Los datos son el centro de la nueva sociedad en la que vivimos. ¡Y tienen valor! No solo económico, sino social, dado que permiten que los individuos tomemos decisiones con mayor valía, autodeterminación y utilidad esperada de la que habríamos logrado sin ellos.
Asumir que vivimos en este nuevo estado también supone que tengamos control de los datos que generamos, y que podamos gobernarlos para maximizar su uso a nuestro favor. Esto que parece un enunciado razonable es, más bien, de casi imposible cumplimiento en el Perú, pese a que ya hemos entrado en una clara transformación digital de varias industrias, siendo probablemente la más emblemática la de la banca y su derivada digital: los llamados servicios ‘fintech’.
¿Por qué es casi imposible, en la práctica, aspirar a que, como ciudadanos digitales, tengamos derecho a controlar y a disponer de nuestros datos digitales? Pues porque, aun cuando existe un marco legal que persigue ese objetivo, en la práctica hay una enorme ignorancia respecto de qué significan los datos en nuestras vidas.
Esa ignorancia nos lleva a pensar que los terceros tenedores de nuestros datos son en sí mismos los dueños, lo que solo sería posible si abiertamente hubiésemos autorizado esa situación.
Más aún, nuestra ignorancia respecto de cuáles son las formas éticas de usarlos de mejor manera pasa por no exigir a las organizaciones públicas y privadas que los detentan un aseguramiento de su adecuada gestión, la garantía de su privacidad o el cumplimiento de regulaciones y estándares internos y externos de ciberseguridad válidos.
La innovación que la economía del dato nos ofrece es innegable y requiere coherencia en su ejercicio. Por ejemplo, si un banco nos promete innovación y tecnología, tiene la obligación de manejar esa decisión no como un tema adjetivo, sino, más bien, sustantivo, lo que implica que es un asunto crítico, como de hecho lo es. La gestión de datos digitales requiere de una gobernanza institucional bien estructurada y ejecutable en toda la línea de acción. Y que, además, esté al nivel de la primera línea de decisión no como un soporte, sino como un componente esencial.
No olvidemos que en el mundo de la economía del dato y los servicios financieros digitales el nuevo capital no es el dinero, sino nuestros datos mismos.