(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Una de las características de la modernidad es que se le otorga al Estado el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Esto quiere decir que solo sus representantes pueden usarla –bajo condiciones normadas– para sancionar aquellos comportamientos contrarios a la convivencia ciudadana. Es la única entidad que legal y legítimamente puede multar, detener, apresar, recluir, deportar e inclusive –en el caso de pena de muerte– ejecutar.

Se busca así romper con las vendettas privadas entre individuos, familias, clanes, tribus, comunidades, etc. El Estado –bajo esta concepción– se convierte así en un “tercero” cuyo arbitraje debe llevar a la resolución de conflictos y la armonía social. También debe contar con los mecanismos básicos para proteger los derechos de todos en sociedades en las cuales hay grandes brechas económicas y políticas. La igualdad ante la ley es garantizada por el Estado.

El principal problema al otorgar este monopolio es que el Estado concentra mucho poder. De ahí es que surge la noción y necesidad de la “separación de poderes” que clásicamente se da en el Ejecutivo, Legislativo y Judicial.

Atentar contra esta separación es atentar contra la democracia. Que uno de los poderes tome acciones cuyo propósito sea sojuzgar o amenazar a los otros es romper el equilibrio imprescindible para la convivencia. Realizar esto en un país con instituciones débiles es peor todavía. Hay que recordar que –según el último Latinobarómetro– estamos en los últimos lugares en los niveles de confianza ciudadana hacia el Gobierno, el Congreso, el sistema judicial y el Estado.

Así, pues, no juega el Perú democrático:

• Pensando que –a pesar de perder las elecciones– se puede implementar un plan de gobierno desde el Legislativo. No es gobierno, tiene que aceptar que no ganó su plan.

• Utilizando la investidura del poder para amenazar a ciudadanos, periodistas, los medios de comunicación, la libertad de expresión y presionar a anunciantes.

• Censurando a ministros de Estado que, a todas luces, estaban cumpliendo sus funciones.

• Intentando ir más allá de la Constitución y obligar al jefe del Estado –el servidor público de mayor jerarquía– a comparecer ante una comisión que no tiene esa facultad.

• Blindando vía la inmunidad parlamentaria a personas que han falsificado documentos y mentido en sus hojas de vida, en sus declaraciones juradas de ingresos y sobre el financiamiento de sus campañas electorales.

• Intimidando a fiscales y magistrados porque cumplen su función de investigar anomalías o velan por la constitucionalidad de las leyes. El que no la debe, no la teme.

• Exigiendo un diálogo y acercamiento para lograr concesiones que debilitan al Gobierno, para rápidamente volver a la práctica irresponsable de obstruir con bravuconadas.

Considero que el Gobierno ha cometido muchos errores, especialmente al no lograr una conducción más clara y firme. La debilidad de nuestro sistema partidario conduce a una ausencia de cuadros políticos y técnicos comprometidos con una propuesta programática. Asimismo, el hecho de que el modelo económico sea considerado intocable lleva a que nuestros gobiernos se conformen con aplicar el “piloto automático”. Pero esto no es suficiente para un país que clama audaces estrategias que permitan una mejor educación y salud, la vigencia y ejercicio de derechos, más investigación e innovación, encontrar soluciones a la informalidad y anomia, y acciones decididas para proteger nuestro medio ambiente y garantizar la sostenibilidad.

Un buen gobierno nos beneficia a todos, mientras que uno entrampado y acosado nos perjudica. Los errores gubernamentales pueden y deben ser corregidos. Lo que no tiene perdón es sacrificar al país por la revancha política, el blindaje y las ambiciones de poder. Tampoco se perdona la maleficencia, el regodeo por la zancadilla, el encubrimiento del corrupto e incapaz, y la matonería.

El Perú democrático juega al esfuerzo común. A un equipo que reconoce diferencias e individualidades pero que se encuentra y potencia en propósitos compartidos. Donde las reglas de juego son respetadas porque son las que permiten que la competencia y la rivalidad política se conviertan en fuerzas creativas y no destructivas.