"Los carteles de publicidad que vemos en las calles exhiben gente blanca y rubia, como si esos fueran modelos a imitar."
"Los carteles de publicidad que vemos en las calles exhiben gente blanca y rubia, como si esos fueran modelos a imitar."
Alonso Cueto

en “Alienación”, de Julio Ramón Ribeyro, el protagonista es Roberto López, un joven peruano de piel oscura y pelo ensortijado, que busca por todos los medios ser un blanco en Estados Unidos. En palabras del texto, López quería parecerse “cada vez menos a un zaguero del Alianza Lima y más a un rubio de Filadelfia”. Su ambición es saltarse las vallas y ser “antes que un blanquito de acá, un gringo de allá”. Cuando Queca, la codiciada y dulce musa del barrio, le dice un día que ella “no juega con zambos”, Roberto busca arreglarse el pelo y blanquearse la cara con polvo de arroz y otros menjunjes para “matar al peruano que había en él y coger algo de cada gringo que conoció”. Roberto logra cambiar su nombre por el de ‘Boby’ y luego ‘Bob’, y con ese nuevo apelativo llega a Nueva York. Quienes han leído el relato, escrito en 1954, conocen bien cuál es su fin. La triste ironía de su destino alcanza también a Queca que, según nos cuenta el colofón, termina sus días en un pueblo de Kentucky.

El texto tiene ya algunas décadas, pero lo esencial de su historia sigue vigente. En tiempos de migraciones y de mestizajes, y de racismo y , la necesidad de aparentar, de fingir, todavía define a muchos peruanos. Hoy en día vemos a muchos padres poner nombres en inglés a sus hijos porque, en algunos casos, hacerlo puede ser visto como una inversión a futuro; es decir, como darle una visa anticipada o una carta de ciudadanía en el extranjero. En ellos se repite quizá la esperanza de saltarse el trámite que tiene que hacer Roberto López con el cambio de nombre. Los carteles de publicidad que vemos en las calles exhiben gente blanca y rubia, como si esos fueran modelos a imitar. La discriminación, el y la idea desquiciada de la superioridad de una raza o cultura sobre la otra no solo aparece en las capas económicas y sociales altas, sino también en las bajas. Los apellidos parecen marcas sociales pero los nombres pueden ayudar a lo que buscaba Roberto López: “deszambarse”.

Sin embargo, es evidente que desde que escribió el relato, hemos avanzado en la lucha contra el racismo. Hoy hay leyes contra la discriminación como no las había antes. La valoración de las culturas precolombinas es un proceso significativo entre nosotros. No está de más añadir el valor que tienen los noticieros en lenguas nativas que ocupan los espacios del Canal 7.

Pero cuando se cumplen 25 años de la muerte de Ribeyro, Roberto López y otros personajes de sus relatos continúan con sus vidas. Allí están. El profesor suplente que se queja de su suerte pero que, cuando tiene la ocasión de obtener una cátedra, huye despavorido. El padre de familia necesitado de dinero que es capaz de perdonar al abusador y piensa en volver a vender a su hija. El músico solitario y frustrado que se queda solo en su cuarto, dirigiendo con la batuta en alto, la música de la orquesta que emite un disco. Los dos viejos vecinos que solo tienen un tesoro en la vida: las broncas entre ellos. Seres solitarios, fracasados, ilusos, a veces inocentes y otras veces rastreros y miserables. Tipos al acecho de alguna pequeña hazaña, mudos que nadie va a recordar excepto, precisamente, Ribeyro. Nuevos libros, coloquios en España, la exposición de un libro con sus dibujos este domingo en el Hay Festival de Arequipa, nos muestran su vigencia. Nos enseñó toda la vida que puede caber en el alma de la gente sencilla.

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