“¿Tienes miedo?”, me preguntó el periodista Jaime Chincha en su programa de televisión. Recién llegada a Lima para inaugurar Históricas –un nuevo ciclo del Proyecto Especial Bicentenario–, entendí de un porrazo que estaba en la dimensión desconocida. “Para nada”, le contesté, y ahora que lo pienso, la respuesta fue automática. Y no era para menos. Llegué a Lima el 6 de marzo, cuando el Gobierno difundió el primer caso del coronavirus en el Perú. Todo el viaje me la pasé lavándome las manos. Sin embargo, nada me preparó para el próximo escenario: cientos de pasajeros agolpados en la terminal internacional del aeropuerto Jorge Chávez. Recuerdo que pensé: “Si existe un lugar en el mundo para contagiarse de ese monstruo coronado es justamente este, y yo estoy primera en la fila”. Desde el momento que llegué a La Punta, me lavé compulsivamente las manos, me tomé sistemáticamente la temperatura, aprendiendo diariamente sobre esta pandemia que ha trastocado la cotidianeidad de nuestro maltratado planeta. Estos días, inéditos en la historia mundial, donde millones hemos entrado a modo pausa, me han permitido reflexionar sobre dos temas que considero importantes: el miedo natural a lo desconocido y la urgente tarea de humanizarnos.
Todos hemos sido testigos de que, en momentos de pánico, el llamado ‘Homo sapiens’ corre a abarrotarse de rollos de papel higiénico. ¿Tiene que ver acaso con alguna pulsión primitiva que lo remite a la función más básica del cuerpo? Probablemente. Los expertos en el tema aseguran que es el miedo, y no la razón, el que comanda las decisiones humanas. Desde que deambulábamos por los bosques buscando comida y una cueva donde refugiarnos, el miedo nos ayudó a detectar infinidad de peligros. Aunque no lo sabían, nuestros antepasados portaban una compleja amígdala cerebral donde residían todas sus emociones, entre ellas el miedo alertador que ayudaba a defenderse o a huir despavorido. El miedo atávico es nuestro sello de fábrica. Sin embargo, nuestro cerebro es una caja de sorpresas y tiene otras moradas, entre ellas un segundo piso donde residen los lóbulos frontales. En el centro ejecutivo y planificador, habitan los procesos cognitivos complejos. En general, operaciones mentales sofisticadas dirigidas a la elección, planificación y toma de decisiones voluntarias y conscientes. “No hay cosa de la que tenga tanto miedo como del miedo”, dijo Michel de Montaigne, una frase que ayuda a comprender no solo la genialidad del inventor del ensayo sino a identificar uno de los principales obstáculos para el desarrollo humano.
El miedo dominó a la Europa de la peste negra, que mató a más de un 60% de su población en tres años. Entre 1348 y 1351, el Viejo Continente sucumbió ante una enfermedad desconocida transmitida por ratas infectadas que viajaron en los depósitos de una flota de barcos genoveses, retornando de Crimea. La primera parada de la pandemia fue Sicilia y de ahí corrió cual reguero de pólvora, sembrando la muerte y la anarquía por un continente que fue confrontado en todas sus estructuras. En un mundo en el que las hojas de papel de la Biblia remojadas en vino constituían el brebaje sanador para los poderosos, donde miles de campesinos se tiraban a los ríos para saciar la sed insoportable causada por la bacteria ‘Yersinia pestis’, con procesiones diarias intentando aplacar la ira divina, además de desconcertadas gentes asegurando que la peste se transmitía por la mirada, algunos intentaron dar una respuesta racional y científica a un desafío inédito. Porque si uno lee con atención las fuentes dejadas, la mortandad y la desgracia socavaron los cimientos de un orden cruel, abriendo las puertas a la era moderna que –con todas sus limitaciones– nos legó el Renacimiento, una de las expresiones más elaboradas de la creatividad y de la inteligencia humana.
Como a millones, el coronavirus me separó de mi familia y ahora estoy en La Punta, de cuarentena. El paréntesis forzado me ha permitido reflexionar sobre mi compañero de vida, con dos trombosis a cuestas y una condición asmática que lo coloca en la primera línea de esta guerra darwiniana que hoy pelea solo en Sewanee. Añorar a mis hijos y nietas, Mariana en Whittier, cerrando el colegio donde trabaja mientras coordina los almuerzos de los niños de bajos recursos que no se sabe cuándo regresarán a estudiar. Kike, el músico sin conciertos a la vista, lidiando con el día a día y con el toque de queda californiano mientras mis adoradas Juliana y Emma me preguntan preocupadas: “¿Cuándo regresas con baba?”. Pienso en ‘Feli de Huatapí’, quien recién enterada de la emergencia se subió a un taxi y vino a acompañarme como lo hizo en Dublín cuando invadió la cocina de nuestra sede diplomática con sus tacachos, juanes y alegría. Recuerdo a mi mamá que se libró de esta pesadilla pero me dejó su amor por la vida y sus buenos hábitos de limpieza. Analizo mi existencia y si realmente me la he merecido y recuerdo a mis amigos entrañables con los que converso por el chat. Veo “al jefe de Gobierno” que entendió que es la cabeza del Estado y a los ridículos congresistas gritando y besuqueándose en plena fase de aislamiento. Pienso en nuestro amado Perú, indisciplinado pero vital hasta los tuétanos, que deberá reinventarse para tener la vida digna y justa que merece. En sus médicos, policías y enfermeras librando la batalla por todos. Reflexiono sobre la vida misma, el regalo más maravilloso que poseemos aunque todavía no nos demos por enterados.