¿Cuándo vamos a entender que la única manera de reducir la pobreza y la desigualdad es creciendo a tasas altas? Si no crecemos aceleradamente, no solo no generamos empleo, sino tampoco ingresos fiscales para destinarlos precisamente a nivelar la cancha e igualar las oportunidades por medio de buenos servicios públicos de educación, salud y seguridad, y mejor infraestructura para los menos favorecidos.
Es algo tan sencillo de entender que es incomprensible que la OEA y el Perú destinen ingentes recursos para una asamblea orientada a relativizar la importancia del crecimiento e incluso de la reducción de la pobreza, ante la evidencia de la desigualdad. El argumento de la desigualdad se convierte en el arma conceptual perfecta para atacar el modelo económico que permite precisamente disminuir la pobreza y la desigualdad. Allí tenemos las palabras del canciller Landa enunciando que “durante décadas prevaleció una idea que hoy ya se sabe equivocada: que el crecimiento económico llegaría a todos y reduciría automáticamente la desigualdad”, o al propio presidente Castillo advirtiendo que no basta con reducir los niveles de pobreza, sino que es “imprescindible desarrollar políticas de redistribución”.
Es obvio que se requiere políticas de redistribución. Pero para eso hay que crecer y generar riqueza, para tener qué redistribuir. Y, por supuesto, en su gobierno ni hay crecimiento, ni se reduce la pobreza, ni hay redistribución. Por el contrario, se agranda la desigualdad.
En efecto, en nuestro país la desigualdad es generada y agravada por el costo de la formalidad, que este Gobierno no ha hecho sino incrementar. La mayor injusticia estructural, la mayor discriminación existente, es aquella que impide a los peruanos acceder a la formalidad. El Estado legal es para unos pocos, para una minoría. Y esa minoría se las arregla para conseguir cada vez más privilegios, protecciones, beneficios y regulaciones que no hacen sino agrandar la valla que impide el acceso de las mayorías a los derechos y palancas de la formalidad.
Eso y no otra cosa es la Agenda 19 del Ministerio de Trabajo. El Gobierno se sostiene en parte en una alianza con los sectores laborales organizados y protegidos, expulsando a las mayorías a la orfandad de derechos, al páramo legal. Por supuesto, esa discriminación legal se superpone a la discriminación racial, agravando el peso de la injusticia y la marginación.
Es perverso, porque Castillo también encarna a intereses informales e ilegales que, debido a su costo, no pueden prosperar en la formalidad –que es solo para las grandes empresas, las únicas que la pueden solventar– y entonces encuentran como vía para escalar, asaltar el Estado para medrar con las obras, licencias y puestos de trabajo. Para eso hay que destruir la meritocracia, anulando así la eficacia del instrumento de redistribución social precisamente. El gobierno de Castillo refuerza así ese círculo vicioso que ahonda la división estructural del país.
No solo el Gobierno. Los políticos en el Congreso son reactivos solo a los sectores organizados, a los que conceden beneficios. La ley CAS, por ejemplo, aprobada por el ultra populista Congreso anterior, terminó con el proyecto de un Estado meritocrático. Ya no hay partido político que represente a los sectores informales emergentes que quisieran prosperar aprovechando los instrumentos de la formalidad; ni Fuerza Popular, ni APP, por ejemplo. Los gamarrinos se han podido movilizar porque tienen identidad espacial, pero sus demandas no apuntan al corazón del problema, sino a obtener también beneficios como compras del Estado –que este Gobierno no es capaz de organizar–, para poder soportar los costos de la formalidad o sencillamente soslayarla.
Si López Aliaga quisiera encarnar una derecha popular, debería enrostrarle a Castillo no solo la corrupción, sino la marginación de los informales y el deterioro de los servicios públicos, y encabezar una cruzada política por una formalidad inclusiva.