Fernando  Bravo Alarcón

, alguna vez agrupada entre las ciudades más contaminadas del mundo, vuelve a hacer noticia por dos razones: una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) que responsabiliza al Estado Peruano por haber afectado el derecho de sus habitantes a contar con un ambiente sano –por décadas han estado expuestos a metales pesados provenientes del complejo metalúrgico local– y porque se ha vuelto a detectar presencia de dióxido de azufre en la ciudad.

Dicha sentencia reaviva este singular caso de histórica en la sierra central del país, cuyo origen data desde 1922, cuando la empresa minera Cerro de Pasco Corporation decidió cerrar su vieja fundición de Tinyahuarco y estrenar una nueva planta metalúrgica en la pequeña comarca de La Oroya, sellando una sólida relación simbiótica entre contaminación por plomo y crecimiento económico; es decir, humos a cambio de oportunidades económicas para una población que crecería bajo la sombra de las chimeneas más altas de la región Junín.

Tras la salida de la Cerro de Pasco en 1974, dicho perverso esquema de intercambio siguió marcando la identidad de La Oroya: tanto con la estatal Centromin Perú (1974-1997) como con la privada Doe Run Perú (DRP) (1997-2013) la ciudad continuó respirando plomo y acumulando pasivos ambientales. Nunca hubo una solución definitiva del problema, y las veces que el Estado se decidía a impugnar la gestión de DRP, esta pedía mayores plazos para posponer su tantas veces mentado y nunca finalizado programa de adecuación y manejo ambiental. Y vaya que se le concedieron varias ampliaciones, convirtiéndose en un dolor de cabeza para los ministros de Energía y Minas, como cuando uno de ellos, en mayo del 2010, calificó como “conchudez” los pedidos de DRP.

Cuando esta empresa finalizó su gestión, la vieja fundición comenzó a operar de forma intermitente y ralentizó el ritmo de sus emisiones. Pero ahora resulta que ha vuelto a sus andadas desperdigando material nocivo para los oroyinos, en medio de una sentencia que obliga al Estado a indemnizarlos, reubicarlos, otorgarles tratamiento médico e implementar programas de vigilancia epidemiológica y ambiental en la zona.

¿Las perspectivas de cumplimiento de tales obligaciones? Dada la inacción del Estado y de DRP ante demandas pasadas, preocupa si esta vez habrá interés en resarcir los derechos ambientales conculcados. Recuérdese, sino, que en el 2006 el TC ya había dispuesto acciones urgentes para prevenir impactos al ambiente y al derecho a la salud en La Oroya, las que nunca fueron atendidas por los gobernantes de entonces.

Parece que el futuro de La Oroya no será muy distinto a la situación paradójica que conoció con DRP, cuando la contaminación ambiental se toleraba a cambio de acceder a fuentes de empleo, poniendo en segundo plano la salud pública. Bajo la gestión actual, en la que los extrabajadores de la fundición tienen injerencia empresarial y la planta no se ha modernizado adecuadamente, las perspectivas no son muy alentadoras desde una mirada ambiental y de derechos a la salud. La Oroya podría recuperar su sitial dentro de aquel sórdido ránking de las urbes ambientalmente más impactadas del planeta.


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Fernando Bravo Alarcón es sociólogo de la PUCP