Daniela Meneses

“‘Muerte con dignidad’: mujer peruana demanda para acabar con su vida” (“The New York Times”). “Ana Estrada, la primera persona que busca públicamente la muerte asistida en Perú” (“BBC”).

Ana suele decir que quienes comparten su historia y los textos que escribe en su blog () están ‘haciendo fuerte’ su voz: “Están haciendo ruido por mí. Me sacan los tubos de la boca”. A este estruendo se han sumado no solo los medios internacionales, sino también la , que la semana pasada presentó una acción de amparo para pedir que se reconozca el derecho de Ana de decidir el momento en el que morirá.

El pedido de la defensoría es que no se aplique en su caso el artículo 112 del Código Penal, que sanciona el homicidio piadoso. La finalidad es que Ana –quien hace más de 30 años vive con polimiositis, una enfermedad incurable, degenerativa y que en su caso se encuentra en etapa avanzada– pueda acceder a la eutanasia cuando sea el momento.

En las páginas de su reporte, la defensoría argumenta por qué el derecho de Ana a la muerte digna debe ser reconocido y cómo este se relaciona a los derechos a: la muerte en condiciones dignas, dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, la vida digna y a no ser sometida a tratos crueles e inhumanos. Nos recuerda, además, que las normas en nuestro ordenamiento ya permiten que las personas no puedan ser sometidas a un tratamiento médico sin su consentimiento; es decir, ya reconocen que es el individuo mismo quien debe tener la última palabra sobre su vida.

Todos los sólidos argumentos están disponibles en la web, pero quiero detenerme en una oración: “Para la Defensoría del Pueblo […] no es posible mantener el discurso de una protección a la vida pretendiendo reducirla a su existencia biológica”. ¿En qué pensamos cuando pensamos en proteger la vida? ¿En proteger el cuerpo físico, alargando su existencia? ¿O en proteger a Ana, como ser integral, con un cuerpo pero también con una voluntad?

Me perdonarán los abogados, pero creo que es el blog de Ana, en sus palabras (también, de hecho, recogidas en la demanda), donde las personas podrán comprender más de dónde viene su pedido, y por qué es tan importante:

“Esas heridas supurarán pus y olerán a podrido y el tejido se va a necrosar. Pero eso será solo el comienzo de sendas infecciones y más medios invasivos y amputaciones y no moriré. Ese infierno será eterno y, repito, mi mente estará completamente lúcida para vivir cada dolor en una cama de hospital sola y queriendo morir”.

“Yo no quiero morir de forma clandestina. De esa manera triste, trágica, terrible”.

Ana no pretende hablar por todas las personas en una situación similar a la suya. “No existe una manera correcta o incorrecta de llevar una enfermedad. Todos somos diferentes”, me dice. Y me recuerda, además, que su pedido no es por la muerte, sino por la vida. Es un pedido para que el Estado le reconozca un derecho que le permitirá, a ella, vivir con tranquilidad. Ya ponía en su blog:

“No me quiero morir. Más que nunca amo la vida y, por sobre todas las cosas de este mundo, amo la libertad de elegir. Esta búsqueda por la muerte se convirtió, paradójicamente, en una motivación para vivir. Todavía no he tenido un proceso infeccioso este año y no sé cuándo lo tendré, pero lo que digo es que si yo tuviera el ‘permiso’ del Estado para morir, estoy segura de que esos procesos infecciosos no serían así de terribles y los llevaría en paz, con esperanza y libertad”.

Espero que la justicia reconozca el derecho de Ana. Y espero también que el Congreso considere una norma que permita regular la muerte digna. Será, sin duda, una discusión compleja, con asuntos por debatir que incluyen, por ejemplo, determinar en qué causales se permitirá la eutanasia; a partir de qué edad y en qué contexto deberá darse el consentimiento. Pero esas discusiones deben darse entendiendo que –aunque podamos tener diferentes posiciones sobre a quién le pertenece nuestro cuerpo, si a nosotros o a alguna deidad– una cosa es cierta: sin duda no le pertenece al Estado.

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