Basta caminar un momento por la gran mayoría de calles de Lima para darse cuenta de que, ante un gran sismo, una buena parte de la ciudad se vendría abajo. No hay mucha ciencia en el asunto, ‘al ojo’ queda claro lo que podría pasar. Informes oficiales pronostican más de 50 mil fallecidos y 200 mil viviendas afectadas.
Sabiendo perfectamente que vivimos en una zona sísmica, hemos permitido (ciudadanos y autoridades), década tras década, que cientos de miles de compatriotas se ubiquen en áreas prohibidas. También hemos dejado que edificaciones que deben ser intervenidas, porque están a punto de caerse, sigan en pie esperando solo un milagro para que no se vengan abajo en el próximo terremoto. No debería sorprendernos, tampoco, que algunas de nuestras modernas construcciones hayan logrado sus certificaciones con corrupción y que, como ocurrió en Turquía hace unos meses, recién nos demos cuenta cuando llegue la tragedia. Esto no es ser negativo, es ser realista.
Ocurre lo mismo con las lluvias y huaicos. Las quebradas y cauces han sido tomados y un gran evento de El Niño arrasará con lo que se le ponga al frente. Todo esto a nuestra vista y, sobre todo, paciencia.
Por supuesto que justificamos nuestra desidia. La pobreza y la tolerancia casi absoluta a la informalidad (y a la ilegalidad) suelen ser la explicación a por qué hacemos poco o nada frente a riesgos tan evidentes. Pareciera que preferimos la reconstrucción a la prevención, aunque ni siquiera podemos reconstruir bien.
La realidad política y social peruana no es muy distinta. Sabemos que la cosa viene mal y que, si no hacemos algo, es previsible que el desastre político también llegue. Sí, podemos estar mucho peor que ahora. No me refiero solo al enfrentamiento entre poderes, sino a las consecuencias de este. Las que se sienten en el día a día de la ciudadanía.
Los riesgos están a la vista. Hace solo siete meses, Palacio de Gobierno estaba ocupado por alguien elegido por la mayoría de los peruanos que, según la fiscalía, había montado una red criminal. No solo eso. Tampoco conocía nada de gestión pública y tranquilamente podría haber llevado al país al naufragio. Terminó, nada menos, dando un golpe de Estado, la expresión máxima del desprecio por la democracia. Tampoco olvidemos que vamos seis presidentes en un período en el que deberíamos haber tenido dos, ni que el Congreso nos ‘regala’, semana a semana, sendos espectáculos. ¿Por qué el futuro tendría que ser mejor? ¿Qué hemos hecho para que la situación cambie?
Un desastre natural no se puede evitar. Hay varias formas de prevenir y mitigar los riesgos, pero el terremoto o el huaico llegará. En cambio, un desastre político sí puede evitarse o al menos mitigarse. Dado que nuestra catástrofe política suele ser electoral y autoinfligida (es decir, somos nosotros quienes elegimos a quienes luego desarrollan el desastre), deberíamos trazarnos como gran hito el proceso electoral. Ese es nuestro Niño o terremoto más usual. Suena raro, pero el principal momento de expresión democrática es, a la vez, el punto de inicio de muchos de nuestros males.
Estamos a tiempo de prevenir desastres políticos. Tenemos todos los elementos y, por ahora, el tiempo. El gran problema es que muchos ven la política con la misma desidia con la que nos aproximamos a un desastre natural. Como si no hubiese nada que hacer. Contrario a lo que muchos piensan, necesitamos más políticos y más agendas. Nuevas narrativas, esperanzas y compromisos con el futuro. También requerimos avalanchas de información sobre los políticos, sus partidos y sus propuestas. Suena a una obviedad, pero no hacemos ni lo obvio. No hablar o no interesarse solo ayuda al desastre.