Un buen día, a principios de diciembre de algún año, papá llego con un pequeño pino para usarlo como árbol de Navidad. Lo regaron, lo abonaron y lo cuidaron, y creció sano y fuerte.
Cada año los integrantes de la familia veían que podía soportar más y más adornos. Desde bolas de cristal hasta Papa Noeles, pasando por estrellas, angelitos y nacimientos. El árbol crecía y con él crecía el número de ornamentos.
Llegó un momento que todos prestaban más atención a la decoración que al árbol mismo. Ni lo regaban, ni lo abonaban ni lo cuidaban con la misma intensidad y frecuencia. Pero el árbol, fiel a su destino, siguió creciendo en tamaño y también en decoración.
Pero todo tiene un límite. El árbol, por el descuido y la dejadez, un buen día dejó de crecer. Aun así, la familia le añadía más y más adornos. Un aspecto barroco, recargado y hasta huachafo desdibujaba su anterior apariencia sólida y robusta. Fue perdiendo estabilidad. Pero ya a nadie le importaba. Había que colgarle más bolas, estrellas y angelitos.
Hasta que un día las ramas recargadas se doblaron y el tronco se quebró. Ya era demasiado tarde.
El discurso presidencial (y en general la política de éste y de anteriores gobiernos) se parece a la historia del arbolito. Cuando a la economía se le ve crecer robusta y próspera, la tentación de colgarle más y más cosas se alimenta. Se cree que el árbol tendrá resistencia eterna, y entonces le colgamos más impuestos, más regulaciones, más subsidios. No solo nos olvidamos del arbolito, sino que lo recargamos y recargamos.
Y es que lo hecho por Humala se parece a lo que presagiaba Ronald Reagan al decir que “El punto de vista del gobierno sobre la economía se puede reducir a unas pocas frases cortas: Si se mueve, ponle impuestos; Si se sigue moviendo, regúlalo; Y si se para de mover, subsídialo.”
El discurso de Humala fue el anuncio de más bolas de Navidad, de más gasto en adornos. Pero sobre el arbolito y su crecimiento Humala no dijo nada o casi nada. La paradoja está en aumentar los adornos sin aumentar las ramas.
Asumimos, equivocadamente, que el árbol seguirá creciendo. “Somos prósperos, seámoslo siempre” es un himno que no tiene lógica. La fortaleza de sus ramas se vuelve la maldición del propio árbol.
La prosperidad sin instituciones es muy peligrosa. Si no hay reglas que limiten la cantidad de bolas que el gobierno, el populismo y los grupos de presión pueden colgar del árbol, éste colapsará. Anunciar más bolas no resolverá el problema. Lo agravará.
No es casualidad que las reformas económicas importantes en Latinoamérica en general y en el Perú en particular, se hicieron no en épocas de prosperidad, sino en épocas de crisis catastróficas. Discrepo cuando se dice que las reformas que trajeron el desarrollo se deben a Fujimori. En realidad se las debemos al primer gobierno de Alan García: destrozó tanto el país que ya no quedaba otra que hacer lo que se hizo.
La prosperidad puede ser entonces una maldición. Como decía Seneca, “Cuanto mayor es la prosperidad, tanto menos se debe confiar en ella.”
Lo cierto es que hay que girar y mirar al árbol de nuevo. Regresar a engreírlo antes que saturarlo y ahogarlo. La inversión se abona con confianza y se riega con instituciones que lo cuiden: menores impuestos, desregulación, protección de la propiedad y respeto a la palabra empeñada.
Ayn Rand decía que “A los hombres se les ha enseñado que la virtud más alta no es crear, sino dar. Sin embargo, no se puede dar lo que no ha sido creado”. Un gobierno no puede regalar beneficios con riqueza que no ha sido generada, de la misma manera como no se pueden colgar adornos de Navidad en el aire. El día que Humala entienda eso no solo cambiará su discurso, sino que tendrá la capacidad de cambiar al Perú.