Luis Castañeda es el mudo que mejor sabe comunicarse. Todo lo que hace, por más pequeño que sea, una cebra, una escalera, un puente, una ampliación o un ‘by-pass’, siempre tendrá una resonancia mediática o pondrá alrededor de la obra cientos de cartelones. Él simplemente trabaja. En un país donde hay novelas como “El hablador” o “El tartamudo” y cuentos reunidos bajo el título de “La palabra del mudo”, la oralidad es una preocupación constante. Los argentinos tienen labia para el cuento y los peruanos nos atoramos en el floro. Nos cuesta hablar y admiramos a quienes lo hacen, como es el caso de García, que según varias versiones es capaz de convencer a cualquiera por el simple hecho de hablar. Recuerdo a Néstor Raúl Rossi, un antiguo futbolista argentino, gritar durante los noventa minutos de juego; gritar y atarantar sí se ha convertido en la comunicación urbana por excelencia. Nuestros futbolistas, más bien, son callados: Chumpitaz, el ‘Mudo’ Rodríguez y el ‘Loro’ Cueto. Nuestros mejores poetas, como Vallejo, son herméticos.
Pero el alcalde Castañeda añade otro recurso a su estilo de comunicación, esta vez más allá del silencio, pues busca el bullicio a través de las vociferaciones: ha decidido ser lento en las obras (siempre lo fue, es verdad, el Metropolitano demoró muchísimo) con el fin de decir “acá estoy”, y hacerse notar. Después de que todos creíamos que la Costa Verde estaba por fin terminada, y fluía como autopista gringa, ha decidido hacerse notar y construir un malecón y una ciclovía en medio de la nada, de cara al mar, sin articulación con otros espacios, ni siquiera con la misma Costa Verde, con el propósito único de comunicarse y decir “¡aquí estoy!, la Costa Verde no es solo de la Villarán, ahora sí que trabajamos y lo hacemos rápido, pues trabajamos día y noche”, aunque, claro, se demoren un siglo. Este malecón metafísico, propio de la angustia, que baila en medio de la nada y se enfrenta a la oscuridad de los acantilados, tiene el carril que va de norte a sur totalmente atascado. Es un malecón que no sabemos dónde empieza y dónde termina, y de concretarse vivirá en una soledad espantosa.
Castañeda es chiclayano y su relación con Lima es todavía incierta. No conoce bien el antiguo espíritu de la tapada señorial, al emergente de los conos o a los criollos de los legendarios callejones. Él cree a ciegas en el ladrillo de las muchas pujantes ciudades provincianas y arremete contra los vestigios, los rincones y los parquecitos. Espero que este malecón no termine con un monumento al pejerrey. Se necesita con urgencia un discurso, unas palabritas, al menos, a modo de explicación.