En 1939, Hermann Trimborn, americanista alemán a quien se le debe mucho por su dedicación a los estudios andinos, publicó en Leipzig, por primera vez, el documento que ahora comentamos.
El original se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid, como parte de la documentación recogida por Francisco de Ávila, “cura de San Damián y vicario de Huarochirí”. El volumen incluye otro texto escrito por el propio Ávila, que está fechado en 1608, pero no sabemos cuándo se redactó, ni su autor, salvo que se lo adjudiquemos a un misterioso Thomas, dado que en uno de los márgenes del texto está escrito “De la mano y pluma de Thomas”.
El texto está redactado enteramente en quechua y constituye uno de los más importantes documentos para acercarse a la cosmovisión andina del siglo XVI. Se le ha volcado en varios idiomas, además de la traducción que hizo al alemán el propio Trimborn. En español tenemos tres versiones, empezando por la que hizo José María Arguedas en 1966. Gerald Taylor y George L. Urioste también nos han entregado sus interpretaciones, que no necesariamente coinciden entre sí o con la de Arguedas. Sin embargo, todas ellas nos muestran las dificultades de lidiar con una lengua tan diferente al español y, sobre todo, con un texto cuya naturaleza –similar a la Biblia, el Popol Vuh o el Corán–, es el conjunto de relatos sagrados que una civilización presenta como el regalo y mandato de sus dioses.
Hay que agregar que, a diferencia de las versiones de las crónicas de los siglos XVI y XVII que en general siguen el patrón sustentado por las declaraciones de la nobleza imperial incaica, el Manuscrito de Huarochirí nos ofrece un conjunto de relatos en los que ni el sol ni los incas tienen una supremacía sobre las deidades mencionadas en el documento. Una primera explicación nace de los límites geográficos donde sucede la mayoría de los acontecimientos narrados: la cadena de montañas que limitan la sierra de los departamentos de Lima y Junín, específicamente del nevado de Pariacaca, hasta la costa del Pacífico. Este espacio, muy lejano del Cusco y de la clase gobernante, explica en cierta forma el tratamiento que se hace de los incas o de su panteón oficial (y su rol no es especialmente feliz).
Es así como Túpac Yupanqui, en determinado momento, convoca a los dioses para exigirles que colaboren en su guerra contra los yungas (poblaciones de la costa). Sus palabras, que suenan a amenaza, son bruscamente rechazadas por Pachacámac, luego de un largo silencio, que lo llama “Inca, casi Sol (es decir le niega la condición divina, que se atribuía su pueblo), por ser quien soy, no hablé; yo, a ti y al mundo entero puedo sacudirlos; no solo, sí puedo aniquilar a esos pueblos enemigos de quien hablas. Tengo poder para acabar con el mundo entero y contigo. Por esta razón, me quedé muy callado”.
Finalmente un hijo del dios montaña Pariacaca, llamado Macahuisa, se ofreció a ayudar al asustado señor del Cusco. Su complacencia fue anunciada también de manera aterradora: “Mientras hablaba, su boca soplaba las palabras como si pesaran y de su boca salía humo en vez de aliento”. A continuación, los enemigos del inca fueron vencidos, y a los pocos que sobrevivieron, Macahuisa “los arreó al Cusco”.
Túpac Yupanqui ya había aprendido la lección y no solo dejó sin efecto sus palabras ofensivas a las huacas o dioses convocados, además, entregó al dios Pariacaca cincuenta de sus hombres para su servicio. Queriendo además congraciarse con Macahuisa, le ofreció darle lo que quisiese. El reclamo del hijo de Pariacaca superó cualquier expectativa: exigió al inca ser uno de sus huacsa o hucasa, es decir que preste servicio como especialista en el cumplimiento de los rituales, que se realizaban en forma de danzas en su honor, en los días festivos. El inca, atemorizado, consintió sin replicar.
Esta es solo una de las sonoras variantes que el manuscrito introduce en la historia oficial, proporcionada por las crónicas más conocidas, poniendo en nuestras manos, una mirada diferente y crítica desde el interior del Tahuantinsuyo.