Martín Vizcarra llegó a la presidencia en una situación sui generis. Para decirlo en corto, el escenario estaba manchado de sangre. A un lado –aquel por el que subió Vizcarra– se encontraba el cadáver del gobierno del presidente Kuczynski (PPK), ultimado finalmente por su propia mano (Westfield y Sepúlveda). Al costado, estaba el cuerpo, si no muerto, muy malherido, de quien fuera el inesperado aliado y momentáneo salvador de ese gobierno, Kenji Fujimori. Mientras al frente se mantenía en pie la mayoría congresal, finalmente victoriosa, aunque también muy golpeada.
Parecía un escenario ominoso, pero pronto se reveló como de oportunidad. El partido que había usado su enorme fuerza en el Congreso para perseguir a PPK desde su llegada a la presidencia (con la inapreciable y permanente colaboración de este) había sobrevivido a su victoria amputado y con los cartuchos muy gastados: la aprobación a su lideresa, que raspaba el 40% antes del primer intento de vacancia, había caído a 19% luego del segundo. Por otra parte, Vizcarra, quien además de parecer no despertar en ese partido el mismo deseo de cobranza de cuentas que su antecesor, mostraba ya desde Canadá una personalidad prudente y políticamente más astuta, fue recibido por el apoyo del 57% de los peruanos.
El nuevo presidente vino, pues, con su paz bajo el brazo.
Sería un grave error, sin embargo, si su gobierno hubiese decidido que su misión es simplemente preservar esta paz hasta el final de su mandato, ocupándose de administrar los diversos problemas para mantener a flote al Perú en estos años, pero sin intentar reformas mayores. Es decir, el camino que, por ejemplo, parecería estar prefiriendo el nuevo primer ministro cuando esta semana anunció que seguramente solicitaría al Congreso facultades legislativas, pero haciendo hincapié en que no buscaría pedirlas para “un gran paquete”, sino solo para eliminar ciertas trabas de la reconstrucción y para un “pequeño paquete de cosas con el Ministerio de Economía y Finanzas”.
Sería un grave error, porque sin hacer reformas el país que Vizcarra entregaría en el 2021 a su sucesor no estaría en la situación –ya bastante problemática– en que hoy se encuentra el Perú, sino peor. Después de todo, los países, igual que los hombres, existen en el tiempo, y el tiempo es algo que se mueve en dirección contraria a nosotros, comiéndonos terreno constantemente. Dicho de otra forma, nuestra existencia ocurre como sobre esas fajas para trotar de los gimnasios, donde no moverse implica ir para atrás. Lo mismo que moverse más lentamente que la faja.
Un ejemplo. Para generar suficientes nuevos puestos de trabajo para los jóvenes que cada año se incorporan al mercado laboral, el Perú necesita crecer entre 4,5% y 5% al año (según cifras del IPE). Crecer menos que eso, como viene creciendo el país desde el 2014, es generar desempleo y, dentro de este, pobreza. Entonces, o volvemos a ir más rápido que nuestra faja (que se mueve a una velocidad anual de 4,5-5% del PBI) o estamos yendo para atrás.
También hay un segundo sentido en el que encarar sin mayores ambiciones estos tres años y tres meses que tiene por delante el gobierno de Vizcarra sería un grave error. Un sentido que no tiene ya tanto que ver con su significado para el país como con sus propias posibilidades de sobrevivencia (o de sobrevivencia no arrinconada). Y es que las paces infecundas suelen durar poco. La actitud pacífica con la que el Congreso ha recibido a Vizcarra podría cambiar si su mayoría logra rellenar en un tiempo esos cartuchos gastados, y si llega a la conclusión de que su mejor manera de enfrentarse al 2021 es con la imagen del fiscalizador agresivo, aunque fuese sin llegar ya a los extremos de una vacancia.
Se trata, por supuesto, solo de una posibilidad. Podría ser también que, sintiendo ya cobradas las cuentas de la campaña, Fuerza Popular haya decidido que lo mejor que puede hacer para su propio destino es usar el poder que comparte desde el 2016 con el Ejecutivo para codesarrollar, sobre la base de sus coincidencias, algunas políticas públicas que le permitan decir el 2021 que, luego de cinco años suyos dominando el Congreso, quedó un mejor país que el que había antes. Puede ser y ojalá sea. Pero el punto es que Vizcarra no debería dejar el tema al albedrío ajeno. Si algo enseña la historia es que, para poder garantizar la paz, tan necesario es cultivarla como andar bien armado. Y, en democracia, la manera legítima de “armarse” es armarse de apoyo de la opinión pública. Apoyo, como ese que es difícil conseguir si uno no logra encarnar a los ojos de la ciudadanía tales o cuales reformas concretas y sustanciales que puedan mejorarla.
Desde luego, la política requiere mucho de la prudencia. Pero la prudencia no implica siempre moverse poco. Cuando uno tiene una ventana de oportunidad por delante como la que la llegada de Vizcarra al gobierno ha creado en el Perú, lo que la prudencia manda es, primero, reconocerla, y, segundo, tomarla. Al fin y al cabo, es en circunstancias así cuando se hace cierto lo que decían los romanos sobre la relación que existe entre la audacia y la fortuna.