Cada año, las empresas entregan al Estado casi un tercio de sus utilidades. En la práctica, es como si el Estado, sin haber puesto un sol de capital, fuera un accionista, y uno muy importante. Por eso mismo, se esperaría que este “socio” se comporte como tal y colabore con la competitividad y rentabilidad de las empresas, de manera que al final del ejercicio se beneficie con los mayores dividendos posibles y pueda atender mejor las crecientes necesidades públicas. Lamentablemente, eso no ocurre en el Perú, donde el Estado actúa como el socio que ninguna empresa quisiera tener: aquel dedicado a hostigar y dificultar su crecimiento y buen desempeño.
Es verdad que el Estado debe cumplir con una imprescindible función reguladora en materia ambiental, laboral, sanitaria, de seguridad y de protección de la competencia, para lo cual dicta normas y fiscaliza su cumplimiento, lo que naturalmente ocasiona costos. Sin embargo, en ese rol el Estado ha perdido la brújula y está estableciendo regulaciones irracionales que imponen costos excesivos e innecesarios, que no agregan valor a las empresas –nunca incurrirían en estos si no existiera esa obligación– ni a la sociedad.
Y es que antes de lanzar una regulación, parece que nadie hiciera el razonamiento necesario para responder las preguntas que se hacen en los marcos regulatorios sensatos: ¿cuál es el problema que se quiere solucionar?, ¿cuál es la mejor manera de hacerlo? –incluyendo, como opción, el no hacer nada–, ¿cuál es su costo, y cuál es su impacto en la competencia y en la competitividad? Por ejemplo, nadie se hizo esas preguntas cuando se aprobó la ley de salud ocupacional. No queda claro qué problema se quiere arreglar obligando a todos los trabajadores a pasar exámenes médicos cada dos años, con un costo de S/.100 por trabajador a cargo de la empresa; y a obligarlos a escuchar charlas de hora y media (en horario de trabajo) sobre ergonomía y otros temas que requerirían una explicación de no más de diez minutos, seguidas de pruebas de conocimientos, cuyas respuestas suelen ser “sopladas” por los propios instructores. El bienestar de las personas en el centro de trabajo no mejora con esta norma. Tampoco se hicieron estas preguntas quienes impulsaron la ley que obliga a empresas no públicas a auditar sus estados financieros. Los únicos beneficiados con esta clase de regulaciones son las empresas que ofrecen los servicios obligatorios.
Calcular el costo que implican para las empresas no es difícil, pero es algo que aparentemente resulta irrelevante para nuestros reguladores. Por ejemplo, en materia ambiental, los límites máximos permisibles de óxido de azufre en el aire que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS) y aplica la Unión Europea son de 125 microgramos por metro cúbico. En el Perú se dispuso que fueran de solo 20, de cumplimento imposible, pues no existe tecnología que pueda asegurar tal emisión. Por tanto, la consecuencia de tal exigencia hubiera sido el cierre de las refinerías de La Oroya, Arequipa e Ilo. Cuando se dieron cuenta de ello, el gobierno tuvo que relajar el estándar a 80.
El Congreso, los ministerios, las regiones y las municipalidades, todos participan en esta frenética labor sobrerreguladora que resulta en exigencias grandes y pequeñas, que además fomentan la informalidad –en que el Estado no participa como socio–.
Cada caso, visto individualmente, puede parecer poca cosa. Pero si lo vemos en conjunto, entenderemos por qué hacer negocios en el país es cada vez más complejo. Entre los múltiples retos que enfrenta el Perú para tener una economía más competitiva está promover una institucionalidad que imponga racionalidad en la regulación. Un camino es el que han seguido los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que consiste en crear una oficina –que aquí podría estar adscrita al Ministerio de Economía y Finanzas (MEF)– encargada de la evaluación de impacto regulatorio y que filtre todas las normas con efecto económico que emite el Poder Ejecutivo y opine sobre las del Legislativo. Si funcionara apropiadamente –un reto en sí mismo–, nuestro socio Estado se comportaría mejor y todos nos beneficiaríamos de ello.