En estos últimos años han surgido movimientos nacionalistas. Incluso muchos de ellos gobiernan países. Pueden tener opciones políticas de izquierda o de derecha, según el contexto político del lugar donde aparece este sentimiento.
En principio, el nacionalismo es el sentimiento que tienen los pueblos en torno de su territorio, idioma o idiomas, costumbres y tradiciones; es decir, es una situación de hecho. Es también un fenómeno cultural relacionado con el sentido de pertenencia, una especie de herencia que pasa de generación en generación. Pero esta situación de hecho y sentimiento de apego puede convertirse en una concepción del mundo, en una ideología, cuando un grupo con poder, sobre todo una élite dirigencial, de manera explícita, elabora teorías para resaltar las creencias de su cultura como si fueran valores supremos y eternos; vale decir, universales. Cuando este tipo de nacionalismo se vuelve expansivo se convierte en imperialista.
Aunque a lo largo de la historia existió en muchos pueblos un sentido de nacionalidad, el nacionalismo es un concepto moderno, que nace con la Revolución Francesa y que está vinculado al nacimiento de la democracia y del industrialismo. Este “nuevo concepto” surgió luego en otras naciones como Inglaterra, Austria, Prusia, Holanda, Italia y Rusia. El nacionalismo como ideología es una creación europea. Si bien el liberalismo, en los últimos años, ha descartado el concepto de nacionalismo de su lenguaje político, tradicionalmente lo ha asumido. Algo similar sucedió con el marxismo, pero al revés. Los marxistas cuestionan el nacionalismo por ser internacionalistas; sin embargo, la idea está inmersa en los padres fundadores de la otrora Unión Soviética, que sobredimensionaron el valor del pueblo ruso. La Unión Soviética se volvió expansionista. Durante la dictadura de Stalin la idea de construir el socialismo en un solo país reforzó el nacionalismo ruso y los de otros países vinculados a su área de influencia. Lo que sucede es que el nacionalismo se mantiene latente como mecanismo de autoafirmación de un pueblo y es precisamente este estado de psicología colectiva lo que hace que las ideas nacionalistas se “entrometan”, incluso en doctrinas que las rechazan.
Pero así como hay un nacionalismo expansivo –por ejemplo, el pangermanismo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que se expresa en una cultura germanófila– tenemos también nacionalismos no expansivos, sino asuntivos y autoafirmativos. Un ejemplo de estos últimos lo estamos viendo en la guerra ruso-ucraniana, en donde los ucranianos no pretenden expandirse territorialmente, como los rusos, sino defender su integridad nacional, que implica la territorial, pero que es más amplia que esta. Es la autoafirmación del ser ucraniano. Tenemos también los nacionalismos reivindicativos: un nacionalismo que no sojuzga a las personas y pueblos, sino que exalta su valor. El otro extremo del nacionalismo está en el llamado chauvinismo. El término viene de un fanático francés apellidado Chauvin y consiste en la exaltación exagerada del nacionalismo.
En América Latina, Europa y otros continentes hay gobiernos nacionalistas que tienden a estatizar la mayoría de las empresas. Se estatiza para que el bien obtenido por el Estado pertenezca a la nación. Es decir, una empresa de todos y no una empresa de uno o de algunos. Pero también esos gobiernos nacionalistas-estatistas son autoritarios, no solo tienden a controlar la riqueza para la nación, sino que los gobernantes y la élite en su entorno concentran el poder político. El nacionalismo surgió nuevamente como respuesta al neoliberalismo, que es su contrario, porque desnacionaliza y desestatiza. A mi modo de ver, ambos afectan seriamente la democracia. Los primeros, porque, como hemos visto, son nacionalismos autoritarios; los segundos, porque el poder termina concentrado en una plutocracia.