(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Según el eminente crítico japonés Kojin Karatani, el nacionalismo surge de la confluencia y soldadura de diversas tradiciones culturales: el liberalismo y su insistencia en la libertad, la democracia y su reivindicación de la igualdad y, finalmente, el comunitarismo y su énfasis en la solidaridad. Los valores centrales que instituyen la nación son, pues, la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Añade Karatani que hasta el momento en que estas tradiciones no se articulan no podría hablarse de una nación. Pero una vez que se sueldan conforman una unidad que es prácticamente imposible de revertir. Y la nación es el marco que hace posible la vida civilizada.
Quizá lo más interesante de sus reflexiones es la complementariedad entre estas tradiciones. Por ejemplo, un aumento de la desigualdad económica promoverá la participación política que, en aras de la democracia y la solidaridad, impulsará una acción estatal correctiva, la búsqueda de un nuevo equilibrio entre grupos sociales. Si una sobrerregulación asfixia la libertad, el resultado será una caída de la inversión y una crisis económica que llevará a la simplificación legislativa. Y una intensificación desproporcionada del nacionalismo conducirá a una empobrecedora hipertrofia del Estado y una consiguiente defensa de los derechos individuales.

Entonces, la nación es un espacio social en el que surgen desequilibrios que tienden a generar fuerzas que los neutralizan. Por tanto, se trata de una forma de organización social que no descarta el conflicto pero que lo canaliza en una forma que excluye la violencia.
¿Y qué del nazismo y el comunismo? Desde la perspectiva de Karatani se tendría que decir que ambas rechazan la diversidad del pueblo para interpelar a la gente en base a los conceptos de raza y clase social. Se trataría de regresiones que ponen en evidencia que las sociedades que dominan nunca se instituyeron como naciones.

En el Perú, siguiendo estas ideas simples pero poderosas, podríamos decir que aún no hemos cuajado como nación. Pese a nuestros casi 200 años de vida republicana, la solidaridad es incipiente y está limitada por el racismo colonial, en retroceso pero aún vigente. Las relaciones con el otro son ambiguas pues coexisten sentimientos encontrados. El menosprecio y la culpa –por ese menos-recio– socavan las relaciones de modo que la solidaridad tiende a ser débil, mientras que la igualdad ante la ley no cristaliza como un sentimiento por todos compartido.

Así, mientras unos se miran como si estuvieran por encima de la ley, otros se consideran como no teniendo derechos. En ese mundo florece demasiado el resentimiento, una postergada sed de justicia que se incrementa conforme la conciencia de tener derechos se estrella contra la desigualdad reinante.

El propósito de ser una nación está inscrito en la historia peruana desde la independencia y la primera Constitución de 1823. Pero lo que fue un avance democratizador para el mundo criollo también fue un retroceso para el mundo andino, pues la debilidad del Estado hizo posible la consolidación del gamonalismo, esa suerte de colonialismo interno que ratificó la desigualdad entre peruanos al condenar al mundo indígena a la falta de derechos.

El surgimiento del indigenismo y la lucha contra el abuso gamonal marcaron el inicio de la tradición democrática. La coexistencia entre el despotismo cotidiano –contra el indígena– y las leyes republicanas fue para muchos en el mundo criollo un escándalo intolerable. Los regímenes oligárquicos basados en la restricción de la ciudadanía constituyeron un intento por combinar la jerarquización social con el asomo de una incipiente legalidad. En este período histórico (1895-1968), el nacionalismo gana la fuerza que impulsa la reforma agraria, la industrialización y el estatismo. Pero la política reformista del general Velasco termina por frenar la economía.

Llegamos así a la época del llamado “desborde popular”. El protagonismo de los migrantes en la sociedad peruana se abre paso a la manera de una ‘lloqlla’, un huaico, tal como lo veía José María Arguedas. Pero pese a su importancia demográfica y económica, este mundo no logra una representación política coherente. No llega a universalizar los valores de igualdad y solidaridad que están en la base de su emergencia. Por lo que pese a los indudables avances, la sociedad peruana no se consolida como una colectividad integradora. Esa es nuestra tarea.