Cómo habría de saber Pizarro que moriría un día después de recibir de su huerto las primeras naranjas. Conversó entre los árboles con su asesino. Sospechaba de Juan de Herrada. Al conjurador le entregó esas primeras naranjas. El hombre le besó la mano al conquistador. Y salió en busca de los traicioneros alguna vez traicionados por Pizarro.
Pizarro no tenía en su residencia guardia personal alguna, pues desoía las recomendaciones. Era austero, más medieval que renacentista. Lima tampoco se prestaba aún al esplendor del oro y la seda. Palacio no era tal, acaso una morada de hechura humilde, el huerto de naranjas limeñas que pudo el marqués tocar, al lado del río y del jardín donde jugara la pelota. Pizarro era sesentón y recio, como su casa de muros de adobe y vigas toscas y resistentes, esteras tejidas de carrizo y pisos de barro. Allí se recogía el león de dos mundos.
Pero la mañana del 26 de junio no hubo tregua para él. No fue a misa ni salió de casa. Demasiados eran los rumores sobre un atentado a su vida. Pero él se negaba a apresar a sus enemigos. Decía que ya bastantes desventuras enfrentaban los de Chile, como eran llamados los almagristas.
Fue una mañana lluviosa esa. Cuenta José Antonio del Busto que las campanadas del alba tuvieron que rasgar la niebla para llegar a los vecinos. Raúl Porras escribe que fue el primer cierrapuertas limeño aquel episodio en que la gente corría hacia sus casas y se refugiaba en ellas, aterrada por la turba que iba, lanzas en mano, decidida a matar al marqués en nombre del rey. Pizarro se sacó la ropa color grana que tenía puesta ese domingo apenas supo que venían a por él, y logró ponerse la coraza. Lucía quijotesco, con la misma espada que lo había acompañado desde la Conquista. Apartó a sus pajes, le dijo a ella, su fiel compañera: “Vení acá, vos, mi buena espada, compañera de mis trabajos”. La empuñó él aún fuerte y seguro de sí mismo, en control de su cuerpo y de su espíritu, brioso e indignado por el acto de traición. Esgrimía la espada con destreza, tanta destreza que apartaba al enemigo. Estocaba.
Combatió hasta el final. Narra Del Busto que se hizo un anillo de atacantes en torno al marqués. El anillo giró con frenesí de odio, luego se cerró con intención de muerte. Ya para cuando el anillo se abrió, Pizarro sangraba a borbotones, invadido por las heridas, la carótida abierta y el codo derecho cercenado. Hasta desplomado sobre el piso, seguía luchando. Pidió confesión pero no se la concedieron. Mojando los dedos en su sangre hizo la señal de la cruz. Le fue asestado un golpe en la cabeza y allí quedó el conquistador del Tahuantinsuyo, balbuceando el nombre de Cristo.
Fue en extremo un momento indigno de su investidura lo que siguió a su muerte. Se dividió la ciudad naciente. La gente sentía miedo, odio, incertidumbre, lástima. Inés Muñoz, su cuñada, la que trajo el trigo y el olivo al Perú, le besó las sienes ensangrentadas al cadáver del conquistador, lo defendió como una fiera cuando intentaron ultrajarlo, lo acompañó hasta la catedral en construcción y puso a buen recaudo a los hijos de Pizarro.
Y el hombre detrás de la coraza, ahora apenas amortajado, el urbanista que trazó la plaza con su cordel, cosechó las naranjas de la ira en la víspera de su muerte, en el huerto de una ciudad que hizo nacer.