La exhibición sobre la cultura Nasca que el Museo de Arte de Lima está llevando cabo en estos días impacta por un cúmulo de razones diferentes.
Una primera es que muestra una de las consecuencias menos celebradas del notable crecimiento económico del Perú en las últimas décadas. Nasca es una exposición que, en su curaduría (a la vez seria y didáctica, animaciones incluidas), en su alcance internacional, en los trabajos de restauración que ha supuesto y en su mera ambición y despliegue, no tiene nada que envidiar a las muestras de este tipo en los mejores recintos culturales del primer mundo. Ello, pese a que sucede en un museo que hace poco más de dos décadas, lo recuerdo bien, languidecía entre la indigencia y el olvido, mucho más visitado por el polvo y la humedad que por la gente, y que, sin embargo, solo esta semana recibirá 40.000 personas en visitas gratuitas auspiciadas por una empresa de electricidad.
Otra razón es que recuerda cómo, más que sentado en un banco de oro, el Perú es un país sentado sobre un tesoro artístico y cultural de primerísimo nivel. Uno ve esas deslumbrantes piezas que son exhibidas por primera vez al público, luego de décadas durmiendo en depósitos estatales y milenio y medio –en el más breve de los casos– bajo la tierra, y no puede dejar de preguntarse cuántas joyas más así no estarán ocultas en esos mismos sótanos o en las ciudadelas, fortalezas, huacas o cámaras funerarias aún por descubrir, o ya descubiertas pero no investigadas, de las que –es evidente– está sembrado por todas partes nuestro país.
Aún otra es que permite vivir el mágico poder del arte para hacer conectar a las personas más allá de las razas, creencias, circunstancias y milenios. Por ejemplo, todavía tengo en la mente esa planta de maíz que fue hecha por un artesano nasca probablemente hace casi dos milenios y que, no obstante ello, aún hoy revela claramente, en cada delicado giro del tallo con el que el ceramista ha intentando recrear la planta, lo que es el amor a la vida y el agradecimiento a todo lo que nos la da. Y no tengo la menor duda, por solo citar otro ejemplo, de que muchos de los colores que escogieron los nascas para envolver a sus muertos en su viaje al más allá producen emociones estéticas inmediatas en numerosos visitantes de esta exhibición.
Una cuarta es que invita a compartir a cada rato el hechizo que debe suscitar con facilidad en quienes practican el oficio del arqueólogo, ese Sherlock Holmes de la antigüedad. ¿Qué hacía esa piel de zorro colocada sobre uno de los fardos funerarios que Julio C. Tello excavó en Cerro Colorado en 1928? ¿Las orcas que se encuentran en los cerámicos nascas son una muestra de qué tan lejos navegaban sus autores? ¿Las evidencias de talas sistemáticas de bosques de huarango tendrán que ver con las inundaciones que hacia el siglo VI d.C. destruyeron las tierras agrícolas de los nascas?
Y hay más: como toda buena muestra arqueológica, esta exhibición hace ver cómo lo que se desentierra en las excavaciones nunca son simplemente objetos. Los arqueólogos también desentierran pensamientos: lo que pensaban sobre la vida y lo que ella plantea quienes nos precedieron en la experiencia de vivirla –en circunstancias muy diferentes a las nuestras pero con la misma humanidad–. Pensamientos en los que encontramos esperanzas, temores, impulsos y emociones que son muchas veces sorprendentemente cercanos a nosotros, habitantes del siglo XXI, y que dan sentido a que pueda hablarse de algo así como un “inconsciente colectivo” de la humanidad.
Por cierto, vale la pena apuntar que, cuando se trata de civilizaciones sin escritura, como en el caso de los nascas, solo podemos acceder a sus pensamientos a través de la forma como fueron impresos en su arte. Y este hecho dota de una destructividad adicional el trabajo de los huaqueros, para volverlo semejante al de quienes destruyeron las grandes bibliotecas de la antigüedad, perdiendo para siempre las ideas de civilizaciones enteras. Así, cada cámara funeraria saqueada y dispersada por un huaquero es un contexto que ya no se podrá usar para poder entender qué función cumplían los objetos que había en ella.
Son innumerables, en fin, las razones que hacen fascinante una exhibición como esta y cada una de ellas constituye un camino diferente para recorrerla. Ahora que se acercan las Fiestas Patrias, tal vez sea una buena ocasión para ir a escoger uno y adentrarnos a conocer un poco más sobre nuestro legado cultural, una de las grandes riquezas con las que (no lo recordamos lo suficiente, acaso por tener todavía tan cerca tiempos de calamidades nacionales) ha sido inusualmente bendecido el Perú.