Al defensor del consumidor tradicional le vendría muy bien hacer algún día empresa. Quizás así deje de entender como abusivo aquello que forma parte ordinaria de cómo un emprendedor o empresario configura su oferta de valor para convencer a los consumidores de que compren sus productos (y no los de la competencia).
La última perla es un proyecto de ley (7887) de la congresista Digna Calle (Podemos Perú) que prohíbe prohibir a los organizadores de eventos masivos que los consumidores lleven sus propios alimentos y bebidas, si es que dichos productos son similares a los ofrecidos en tales eventos.
¡Qué frescura! ¿Cómo no van a poder elegir llevar sus propios alimentos y bebidas si dentro del evento venden esos mismos alimentos y bebidas? Un choripán, unos chicharrones, una gaseosa, una canchita, cualquier cosa. A los tragos los dejó fuera, vaya usted a saber por qué. Hablamos –valga la aclaración– de cualquier actividad cultural, académica, musical, teatral o recreacional cuyo aforo sea igual o superior a cien personas.
Hacer negocios no es tarea sencilla. El empresario debe ir evaluando cómo obtener ingresos a través de una mezcla de distintos productos o servicios, a veces subsidiando unos con otros, arriesgando sus recursos para dar utilidades, pagar a sus trabajadores e impuestos al Estado. Por esto, no solo existe la libertad de empresa en la constitución, sino también el derecho a configurar libremente la oferta de valor (libre desarrollo de la personalidad).
Ante todo, ese consumidor “abusado” tiene la posibilidad de elegir no ir a ese evento, o de comer antes o después. Incluso si fuera un evento calificable como monopólico, por ejemplo, para los fans de Shakira, ese consumidor puede perfectamente elegir no ir al evento (o ir habiendo comido).
Más todavía, como ha pasado con el famoso caso de la canchita, en el que el Indecopi prohibió a Cineplex (Cineplanet) y Cinemark restringir el ingreso con alimentos y/o bebidas similares ajenas al establecimiento, lo que hizo que los ingresos que antes obtenían de los consumidores que deseaban comprar canchita o gaseosas se trasladaran al precio que pagan todos por las entradas. Justos pagan por pecadores, porque a alguien –que nunca en su vida diseñó un modelo de negocio– se le ocurre que un cobro es abusivo. Provoca decirles: no me defiendas, compadre.
Como expliqué en el 2018 (“El derecho a la canchita”), en el 2009, una investigación de Wesley Hartmann, profesor de la Escuela de Negocios de Stanford, encontró que cobrar altos precios en las concesiones de alimentos y bebidas ubicadas dentro de los cines permite a las empresas mantener los precios de las entradas más bajos, e incluso exhibir películas menos comerciales. ¿Será por eso que las entradas han subido?
Se trata de un subsidio que beneficia a quienes tienen menor capacidad o disposición para pagar por entrar al cine, a expensas de quienes están dispuestos a pagar precios más altos por toda la experiencia. El estudio concluyó que, pese a que las concesiones solo representan el 20% de los ingresos, otorgan el 40% de utilidades (debido a que no se reparte entre los otros agentes de la cadena de valor cinematográfica).
Más bien, lo que hizo Cinépolis fue acreditar que ellos tenían más de un giro de negocio, cine y restaurante, porque había implementado un espacio de cafetería dentro de sus establecimientos, y en primera instancia, el Indecopi les ha dado la razón.
Así es que, señores empresarios, ya saben, saquen autorización para más de un tipo de giro de negocio, teatro y café, concierto y restaurante, cine y bodega, y así evitarán que algún digno congresista –o el Indecopi– decida que es un abuso “obligar” al consumidor a comer antes, no comer o simplemente no asistir al evento.