“Vamos a enfrentar a un enemigo formidable. ¿Cuál es el estado de nuestras fuerzas? Veamos. Fuerza aérea limitada, con solo un jet funcional por cada ocho pilotos, y la mayoría con meses sin entrenar. [El] 20% de los tanques inoperativos. La brigada antitanques sin artillería. La infantería avanza hacia el frente sin líneas de abastecimiento y sin entrenamiento para ejecutar maniobras militares. No existe coordinación entre fuerzas aéreas, navales y terrestres”.
¿A qué suena? Así describe el historiador Michael Oren a las fuerzas árabes previo al conflicto con Israel de 1967 en su libro “La guerra de los seis días” (Oxford University Press, 2002).
Sabiendo eso, su derrota era evidente. Quizá incluso con Napoleón dirigiéndolas, unas fuerzas armadas en ese estado no habrían podido lograr la victoria.
Entre las autoridades peruanas ha sido común referirse al COVID-19 como un enemigo y a la lucha contra la pandemia como una guerra. En ese sentido, creo que una falla que hemos cometido ha sido no empezar con un diagnóstico más claro y sincero del estado de nuestras fuerzas, y adaptar nuestra estrategia a esa realidad.
Como sociedad, hemos descuidado irresponsablemente la formación de capacidades públicas en salud. Aunque no abundan los datos, los pocos que hay junto con estudios como los del politólogo Eduardo Dargent hacen evidente una ausencia severa de capacidades.
Es conocida la alta rotación de ministros de Salud (cambios cada 11 meses en promedio, en la última década). Pero más grave es cómo esta inestabilidad ha afectado a estamentos técnicos, que en momentos como hoy son fundamentales. Por ejemplo, la Dirección General de Epidemiología –hoy más crítica que nunca– cambió de director cada 15 meses, en promedio, durante la última década. Por otro lado, mientras el Ministerio de Economía tiene 80 funcionarios en regímenes salariales de personal calificado (que permiten remuneraciones más altas para atraer a los mejores tecnócratas), el Ministerio de Salud solo tiene 11.
¿Se pueden construir capacidades de esa forma? ¿Era posible diseñar, implementar y corregir políticas en el tiempo? Desde protocolos de respuesta rápida en una epidemia, de recolección de datos, hasta sistemas de inteligencia sanitaria, mecanismos de coordinación con hospitales y laboratorios, y todas las demás cosas que hoy están fallando, y que otros países de ingreso medio –desde Colombia hasta Vietnam– sí han podido hacer.
No solo el diseño de nuestro sistema es disfuncional por su ya conocida fragmentación y desarticulación, sino también las capacidades de acción del aparato público de salud son muy reducidas.
El resultado es que nuestro sistema de salud ha colapsado cual línea Maginot frente al desgarrador blitz del COVID-19.
La data sugiere que la cuarentena peruana no ha frenado el crecimiento del número de muertes como se requería, a pesar de haber asfixiado la economía familiar. Los modelos epidemiológicos coinciden en ubicar el número efectivo de reproducción (cantidad de contagiados por infectado) entre 1,4 y 1,6, muy superior al de otros países con la misma cantidad de días de cuarentena. Hay muchas razones para esto, pero las deficiencias de nuestro sistema de salud son una clave.
Ahora toca levantarla sin saber si podremos implementar un plan de salida efectivo y con pavor frente a la posible llegada de una segunda ola.
¿Qué hacer? Primero, ser brutalmente honestos sobre nuestras limitaciones (sin caer en fatalismo). Y teniéndolas presentes, pensar y probar –con toda la creatividad de la que los peruanos somos capaces– estrategias alternativas para lograr una victoria. Tenemos que entender qué guerra podemos ganar y pelear en esos términos. El reconocimiento de nuestras limitaciones tiene que venir con mucha más transparencia por parte del Gobierno para compartir información y facilitar que más personas puedan hacer análisis, proyecciones y sugerir medidas que ayuden a cambiar nuestra suerte. Ya se han sugerido estrategias de bisturí, diques y huainos, y con más acceso a información se pueden sugerir mejores.
Pero cuando el humo se disperse tocará enfrentarnos a otra dura realidad. Si la derrota de la Guerra del Pacífico dejó la sensación de que la élite peruana fracasó en la construcción del Estado, esta guerra contra el COVID-19 tiene que dejarnos claro que hemos fallado nuevamente. No es posible construir un país sin un Estado capaz de proveer bienes públicos básicos –como la salud pública– a sus ciudadanos. El Perú necesitará un nuevo contrato social.
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