"Buscamos encajar en nuestros grupos sociales para evitar sus tachas pero, a la vez, buscamos también sobresalir en ellos. buscamos encajar en nuestros grupos sociales para evitar sus tachas pero, a la vez, buscamos también sobresalir en ellos". (Foto: LizMarie_AK / Flickr)
"Buscamos encajar en nuestros grupos sociales para evitar sus tachas pero, a la vez, buscamos también sobresalir en ellos. buscamos encajar en nuestros grupos sociales para evitar sus tachas pero, a la vez, buscamos también sobresalir en ellos". (Foto: LizMarie_AK / Flickr)
Gustavo Rodríguez

Acabo de notar moho en mi correa y hago cuentas: hace seis semanas que está colgada.

Si mi guardada tuviera conciencia pensaría que morí o que estoy en coma cuando, en verdad, lo que ha entrado en un coma, reversible felizmente, es nuestra vida social.

Nuestra ropa es un indicador de cómo nos comunicamos con el resto del planeta: desde que nos enseñan a abrocharnos los botones aprendemos también que vestirse es una puerta al espacio de lo público. Ocurre en todas las culturas, pues todas “visten” o adornan al cuerpo de alguna forma, sea con tejidos, abalorios o tatuajes. Cubrir nuestro cuerpo, obviamente, tiene como razón funcional aislarnos de la intemperie, pero a ella se le suman otras dimensiones capaces de generar cambios planetarios. El psicólogo John Carl Flügel expuso hace mucho que al clima y al pudor como razones para vestirnos habría que sumarle la de ser sexualmente atractivos. La imagen de añadirnos unas simbólicas plumas de pavo real para galantear puede generar sonrisas, pero si profundizamos que en el camino para ser atractivos existen dos estaciones ineludibles, como generarse una identidad propia y ocupar parcelas de poder, nos daremos cuenta de que la ropa ocupa una dimensión primordial en nuestro lenguaje no verbal.

Desde que el concepto de nació a fines del Medioevo –la noción de individualismo y el entallado de la tela empiezan a germinar con la aparición de la burguesía y la vida en ciudad–, una curiosa contradicción nos atrapa a los humanos en nuestra relación con la ropa: buscamos encajar en nuestros grupos sociales para evitar sus tachas pero, a la vez, buscamos también sobresalir en ellos. ¿Será esta danza entre encajar y destacar la que ha llevado a la humanidad a una búsqueda cuantiosa e infructuosa desde que la moda y la Revolución Industrial se asociaron hace más de dos siglos? ¿Es por eso que mi ropero está lleno de prendas que no me han sido útiles en lo absoluto en este ? Un sesgo profesional me hace ver todo acto humano como un ejercicio de comunicación. En este caso, toda forma de vestir sería un acto de expresión cultural. Estas expresiones suelen discurrir desde las élites hacia las clases populares, y en no pocas ocasiones lo hacen en sentido contrario –como lo vemos hoy en los jeans rotos– pero, aunque los caminos de la moda son laberínticos, las consecuencias han sido cristalinas: la quimera de encajar y distinguirnos nos ha inyectado dopamina cada vez que hemos creído encontrarla y ha bombeado dinero en el complejo –y muchas veces inhumano– circuito de la moda.

Ahora que vivimos una experiencia sin precedentes, en la que la mayoría del planeta se encuentra aislada, ¿cuál será el nuevo “encajar y distinguirse” una vez que volvamos a lucir prendas en sociedad? Quizá por un tiempo busquemos genuinamente ser más cautos en nuestras compras, para lograr nuestra propia aprobación y la de nuestros pares. Sin embargo, no tardarán en ponerse a trabajar los genios que promueven narrativas para ofrecernos modas “responsables”: hay demasiada maquinaria detenida y mucha dopamina que suplir.


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